Por la noche, cuando me pongo a escribir, me distraen los numerosos insectos voladores que circulan sobre sus apresuradas patitas por la reluciente pantalla del ordenador, y entre las teclas del teclado, y subiendo y bajando por los cables de alimentación, y por la lámpara, y por la página del libro abierto.
Los insectos. Son una consecuencia secundaria del coronavirus: la vuelta a las vacaciones rurales, en vez de visitar capitales lejanas y residir en hoteles playeros. Lo que toca es lo rústico, y con lo rústico los insectos. Mariposas de luz vienen a chocar contra mi hombro, e impactan con un ruido seco. Les pasa como a nosotros, en la canción de Harrison Heading for the light, van buscando la luz en el valle sombrío. A esas mariposas tengo que espantarlas. Mato sin querer a alguna al sacudirla fuera de la pantalla luminosa. Deja un rastro de sangre parduzca. Recuerdo el poema de Dámaso Alonso sobre este tema, Los insectos, en Hijos de la ira: la agitación de los insectos nocturnos en torno a su lámpara ponían a Dámaso en un estado de angustia y éxtasis. De aquel poema recuerdo este verso: “Me duelen por toda el alma los insectos”. (Que precede en décadas al verso de Borges “Me duele una mujer en todo el cuerpo”, dicho sea de paso y a beneficio de inventario).
Hijos de la ira fue importante. Impresionó a varias generaciones. Luego dejó de ser leído. Era una poesía existencialista, controladamente sentimental, perfecta de musicalidad. A veces derrapaba en surrealismos torpones. El primer poema del libro se titulaba Insomnio y se hizo muy famoso por el contundente verso inicial: “Madrid es una ciudad de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)”.
La brutalidad de la primera parte del verso queda irónicamente compensada por la salvedad contable de la segunda parte y por los paréntesis relativistas. Bravo, no todo el mundo consigue una frase así. Dámaso --como tantos de su época-- estaba obsesionado por el sentido de la vida y el sentido de la muerte. Interrogaba a Dios sobre estos temas. Era algo que hacían los de su generación. En ese poema en concreto, Insomnio, Dámaso sospechaba que Dios tiene un proyecto, una utilidad caprichosa para todos esos “cadáveres” como él que habitaban en Madrid, y le interpelaba: “Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre? / ¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, / las tristes azucenas letales de tus noches?” Estos dos primeros poemas impresionan, pero luego el libro se cae de las manos: demasiado hablar con Dios. Y de hecho, el siguiente libro que leí de Dámaso Alonso se titulaba Hombre y Dios. Era un tema que de verdad que no me interesaba.
Me he puesto a pensar en Dámaso Alonso y en sus cofrades, también en Valverde, todos obsesionados con el sentido, obsesionados con Dios, como garante y depositario de alguna secreta dignidad de la aventura del hombre en la Tierra, porque mientras leía en la pantalla luminosa que se conmemora el aniversario de la destrucción de Hiroshima los insectos paseaban por mi pantalla y chocaban contra mí (hasta me pareció oír a una mariposa nocturna decirme: “¡Ay, perdón!”); y lo de Hiroshima y los insectos me recordaba al holocausto de hormigas del amanecer, cuando abrí el grifo de la cocina y cientos de ellas se precipitaron al agujero negro del desagüe: pensé en la frase de Oppenheimer cuando vio levantarse majestuoso y pavoroso el primer hongo atómico: “Me he convertido en la muerte, en el destructor de mundos”.
Yo solo he matado unos cientos de hormigas. En África han fumigado una plaga de langostas y han perecido cientos de miles de millones de esos bíblicos bichos. En Hiroshima murieron cientos de miles de seres humanos y todavía nadie es capaz de decir si aquello fue el mayor crimen de la Historia o, al revés, una manera razonable de abreviar la guerra y ahorrar vidas.
Oppenheimer quería liberarse de un sentido de culpa que lo torturaba, pero no encontraba consuelo. Siendo él mismo Dios, el destructor de mundos, no tenía a quién encomendarse. En cambio, yo el holocausto de las hormigas lo superaré fácilmente. Y lo de Dámaso.