Cuando los fondos europeos los recibe un gobierno de derechas se habla de “rescate”, si los recibe la izquierda entonces es una “generosa ayuda”. En el primer caso, los poderes fácticos potencian un clima nacional de masoquista autoflagelación, en el segundo, aplauden como focas tras haber recibido el pastón como si nos hubiera tocado el Euromillón. Más allá de la propaganda y el interesado marketing de guerrilla, por la importancia del convenio alcanzado, toca examinar su potencial impacto y las carencias del Plan Europeo de Recuperación.
Entre 2021 y 2022 vamos a recibir, en total, 142.400 millones de euros: 50.400 en forma de subvenciones y 92.000 millones de euros en forma de préstamos (MEDE incluido). Con ellos, tendremos que hacer frente a unas necesidades brutas de liquidez (déficit público y refinanciación de deuda) que superarán ampliamente el medio billón de euros. Es evidente, que el dinero prometido no será suficiente para hacer frente a la enorme crisis de liquidez que afronta España en los próximos años. Vamos a necesitar como el agua de mayo que el BCE continúe comprando masivamente deuda pública soberana y que el Gobierno de España reduzca el déficit a marchas forzadas. No valen excusas: o reducimos drásticamente el gasto público o default.
Déjenme que discrepe de la impostada alegría gubernamental con tres sustanciales peros a la ayuda europea: el plan de 750.000 millones no representa ni un 5% del PIB europeo, el calendario de ejecución es a muy largo plazo y está más centrado en hacer reformas económicas que en abordar el gravísimo problema de liquidez de las economías del sur. En otras palabras, Europa nos presta relativamente poco dinero para reformar una cocina a seis años vista cuando el problema que tenemos es que no sabemos qué vamos a cenar esta noche.
No nos engañemos. La solución a lo que nos viene encima (caída de más de un 15% del PIB, caerá un 26% la inversión empresarial, camino de los cinco millones de parados y 13/14% de déficit público) pasa por cambiar nuestras políticas y por impulsar reformas económicas de esas que precisamente no dan muchos votos. Es momento de estadistas de verdad, no de retórica política de tercera división para engañar al rebaño.
Ahora toca impulsar medidas para mejorar la productividad nacional, incrementar el tamaño medio de nuestras empresas, reducir la tarifa energética, mejorar la educación y ajustarla a la imparable digitalización de la sociedad, reducir la temporalidad laboral, acabar con el fraude fiscal, reducir el inmenso gasto político, empezar a pensar de una vez en cómo afrontar el envejecimiento de nuestra población, evitar que la coronacrisis contagie vía morosidad al sector financiero y ayudar a todo el mundo que haya sufrido el impacto de la pandemia (no me refiero a los vagos profesionales que llevan años viviendo del cuento).
La solución está en nuestras manos. La ayuda europea era condición necesaria, pero no suficiente. Cuanto más tarde el Gobierno en arremangarse más dolorosa será la recuperación. No es momento de perder el tiempo en debates estériles como el futuro de la monarquía, la pesadísima matraca de la secesión de Cataluña, reivindicaciones ficticias contra el presunto heteropatriarcado diabólico o seguir subvencionando la memoria histérica. Que los árboles no nos impidan ver el bosque.