Esa especie de contable con ínfulas de CEO, que parece escapado de la Oficina Siniestra que dibujaba “Pablo” en La Codorniz pero ejerce de vicepresidente económico de la Generalitat, Pere Aragonés, lanzó el otro día un mensaje ante el incremento de los casos de coronavirus. “Transitar y vivir en Catalunya es seguro, siguiendo las indicaciones de seguridad". ¡Todos tranquilos! Ahora bien, la pérdida de credibilidad es tal que, sólo con oírle, dan ganas de salir corriendo. Si los independentistas fueran mínimamente conscientes de lo atorrantes, cansinos e incompetentes que resultan, al menos para una gran parte de la población, hasta sería posible creer que harían las maletas y nos dejarían en paz. Aunque me temo que es una vana ilusión porque el buitre nacionalista les comió la sesera.
Vivimos en estado de condicionalidad permanente. Cualquier plan o proyecto está supeditado al “si…”. Si baja la influencia del bicho, si hay dinero, si se puede, si nos dejan… Con el miedo frustrando la ilusión de las vacaciones, por el virus y la incertidumbre económica. A fuerza de cruzar los dedos para ver si hay un poco de suerte, vamos camino de acabar con una artrosis galopante, pero sobre todo mental. No damos abasto ante tanta impericia. Hoy se cierra el teatro Grec y mañana se abre, ahora hay que confinarse pero tampoco exactamente, se abren las playas y después se desalojan, se cierran discotecas pero quedan lagunas para los sitios de copas…
Pero calma: el ministro Manuel Castells aventura que “cambia el viento” y que, de súbito, “entre la negrura de la borrasca se filtra un rayo de luz”. Se preguntarán porqué. Muy sencillo: la esperanza de la vacuna. El titular de Universidades tiene la virtud de hablar de cualquier cosa menos de lo que concierne a su cargo. Así vamos. Hagan una prueba: pregunten por los ministros de Podemos y verán como hay una tendencia acusada a olvidar a alguno, sobre todo a este, producto de la cuota parte de Los Comunes que desgobiernan la ciudad de Barcelona con la aquiescencia del PSC.
El estado de alarma se cerró deprisa y corriendo, con las vacaciones escolares recién estrenadas. Desde el Gobierno no se dio orientación alguna en temas de enseñanza y cada Comunidad Autónoma tiene competencia para hacer lo que crea más conveniente. Pues bien: resulta de necios sorprenderse de que miles de adolescentes hayan optado por el botellón en lugar de por el novelón. Basta con preguntar a quien tenga alguno en casa. Las hormonas no se confinan y todos ellos, más sus allegados, acaban siendo carne de estadística vírica. Tampoco vamos a ocultar que hay adultos a los que pareció abandonarles el sentido común. ¿No se podía haber pensado algo para ocupar, al menos en parte, el largo tiempo libre de estos adolescentes?
Por cierto, en Dinamarca, tan admirada por Artur Mas y adláteres, con casi la misma población que Cataluña, ha habido 13.438 casos confirmados y 613 fallecidos, mientras que aquí son 67.217 y 5.678, respectivamente. Sin entrar en el baile de cifras. Pues bien: lo único que sigue cerrado en el país nórdico, de esos que llamamos austeros, son los locales de ocio nocturno. ¿Tan difícil es copiar medidas que parecen eficaces?
¿Y los rastreadores? ¡Ay los rastreadores! En Nápoles, por ejemplo, entres en un museo o una trattoria, te piden el teléfono y el nombre. El jefe de Medicina Preventiva del Hospital Clínic, Antoni Trilla, decía recientemente que "si no buscas, no encuentras”. Aludía a la situación en Madrid, donde ahora se dice que hay un rastreador por cada 38.000 habitantes. Bueno, el que no se consuela es porque no quiere: hay un sacerdote por cada cien camas hospitalarias para la asistencia religiosa a los enfermos. Allá cada cual con sus creencias. Pero hay cosas que claman al cielo, por más que muchas veces sean herencia de un pasado lamentable. Cuando José María Calviño --padre de la vicepresidenta-- llegó a la dirección general de RTVE en 1982 con el primer gobierno PSOE, una de las perlas que encontró fue la existencia de un cura que cobraba como guionista de la misa de los domingos. Aunque los recuerdos se hacen borrosos a medida que acumulamos otros nuevos, hay cosas difíciles de olvidar. Así somos y así nos va.
Entre otras cosas, la maldita pandemia, además de hacer aflorar lo mejor y lo peor de muchos, también ha puesto de relieve la transversalidad de la incompetencia y, como no, las tensiones en las coaliciones. Hablar de Cataluña, en este sentido, es puramente redundante y aburrido. Pero hay signos que siempre anuncian algún nuevo festival. El Roto dedicaba la viñeta del jueves en El País a una pareja que contemplaba un bebé al que decían: “Antes de ponerte un nombre nos tienes que decir si quieres ser niño o niña”. La explicación estaba en una entrevista publicada en el mismo diario días antes a Noelia Vera, secretaria de Estado de Igualdad, en donde se explayaba sobre la futura ley de igualdad o ley trans. En el fondo, la idea de eliminar los requisitos médicos previos para que las personas trans puedan cambiar de sexo directamente en el Registro Civil.
No dejaría de ser una anécdota más del galimatías gubernamental, si no fuese por el problema de que apenas hay ministros con experiencia en la Administración del Estado. Un asunto que ha llevado, entre otras cosas, a que se hayan tenido que cambiar sobre la marcha hasta un centenar de artículos de las normas dictadas durante el estado de alarma. Mucho me temo que veremos, a no mucho tardar, un choque de trenes entre las dos almas del Gobierno a propósito de este asunto. Indicios, haberlos haylos.