Hay quien sostiene que vuelve la religión. Tras una fase en la que se ha producido una cierta universalización de la enseñanza, en detrimento de las creencias indemostrables, el hombre del presente siente el vacío existencial y vuelve a pensar en Dios como solución. Las características de este movimiento se pueden apreciar en dos factores: el auge de los fanatismos y el intento de modernización de las iglesias. A veces, incluso se dan los dos elementos a la vez. Por ejemplo, la iglesia católica española nombra a Juan José Omella presidente de la Conferencia Episcopal (ese sería el elemento modernizador), pero designa a Antonio Cañizares como obispo de Valencia, al tiempo que mantiene en Alcalá a Juan Antonio Reig o en Granada a Jesús Murguí.
Mientras Omella intenta presentar una cara amable y dialogante, en línea con Francisco, el obispo de Roma, los otros se dedican a competir con el talibanismo de las sectas florecientes. Así, Murguí (ferviente anti abortista), abre la catedral granadina en plena fase de confinamiento, como si creyera en las virtudes homeopáticas del agua bendita frente al virus. Al mismo tiempo, Cañizares se dedica a cargar contras las vacunas como invento “del diablo”, mientras que Reig sigue anatemizando cualquier comportamiento que aparte a hombres y mujeres del matrimonio canónico. Hace una excepción para sí mismo.
En España, tomarse en serio lo del retorno de la religión supone un arduo problema, porque la religión nunca se ha ido. Está presente en la declaración de Hacienda, con la casilla del porcentaje para la Iglesia; está presente en los Presupuestos del Estado (y en los de las Comunidades Autónomas) en los que se consignan ingentes cantidades para la escuela católica concertada. Y está presente en la calle cada vez que el PP la necesita.
Pero la religión se hace especialmente presente cuando hay muertes porque ahí tiene, además, una gran ventaja: puede prometer lo que sea para las almas de los difuntos sin que se pueda verificar si se cumple o no. Hasta el pasado jueves, cuando por primera vez se organizó en España un homenaje laico de Estado, sin el aval de los obispos, el funeral con su ritual del adiós, estaba casi siempre monopolizado por las sotanas y, cuando había cámaras de televisión, los purpurados (obispos y cardenales que visten hábito coral de satén o seda, con muleta a juego, para dar ejemplo de su voluntad de pobreza evangélica).
El paso de una sociedad donde los curas tenían siempre la primera y la última palabra a una sociedad laica está resultando especialmente complejo en materia de rituales. La vida de un individuo estaba marcada desde el principio por el bautismo (anuncio público del nacimiento), la comunión (llegada a la edad en la que se le suponía el uso de razón), el matrimonio (la conversión en adulto) y la muerte. En cada momento había un cura (o más, según fuera el fiel de rico) para certificar el hecho. Hoy ya no es necesario un sacerdote para nada de eso, pero aún lo era en el último adiós. De ahí la resistencia de la Iglesia a quedar fuera de foco. De ahí que organizara (con el aval del PP y Vox) unos pseudofunerales unos días antes en la catedral de la Almudena e incluso se atreviera a recriminar al presidente del Gobierno que no asistiera, como si ir a misa fuera una obligación para alguien, por ejemplo Pedro Sánchez.
La separación real entre la Iglesia y el Estado pasa también por hacer que quien quiera un cura en sus momentos principales pueda disponer del mismo (si se lo paga, mejor aún), pero no se imponga su presencia al resto de la población. Entre los muertos por el coronavirus había de todo: católicos, evangélicos, mahometanos, ateos, descreídos en general y hasta pastafaris. Imponerles el signo de la cruz en el momento del adiós resulta, como poco, doloroso para muchos de sus allegados. Y quizás convenga recordarlo: los muertos ya no están. Esos actos se celebran para confortar a los que aún están vivos.