Vivimos, los españoles, en una sociedad cortoplacista con pocas seguridades en el sistema de pensiones, en el empleo o en la vivienda. También en la política apostamos a corto; a veces por el menos malo o por quien, de izquierdas, derechas o nacionalistas diversos, parece algo más capaz de gobernar nuestra sociedad. En este estado de ir aguantando, con un déficit disparado y una deuda pública que los holandeses nos echan en cara en cuanto pueden, nos pilló la pandemia. Ya antes de la llegada del coronavirus, los españoles tenían en poca estimación a sus políticos, situados en los escalafones más bajos de las encuestas de confianza. Según el último Eurobarómetro europeo, el 75% de los españoles no acredita en sus instituciones.
Por todo ello, que en Galicia y Euskadi haya ido a votar, respectivamente, el 58,8% y el 52,8% del censo no deja de ser extraordinario. Al margen de las críticas, la democracia sigue llevándonos a la urna incluso con riesgo de contagio. En ese valiente gesto de “ponte la mascarilla y vamos a votar” tiene mucho que ver la calidad de los líderes que se presentaban --Alberto Núñez Feijóo e Iñigo Urkullu-- y también el miedo a peores aspirantes o a resultados de difícil gobernabilidad. Siempre se ha dicho que las elecciones, más que ganarlas, se pierden. Ante la prevista caída de más del 10% del PIB español en 2020, es más importante que nunca contar con Gobiernos dedicados al servicio público, a mejorar la sanidad y a encontrar soluciones que generen empleo. Entre un líder y un jefecillo, tanto en la Administración como en la empresa, hay un espacio mayor que los dos metros que exige la lucha contra el Covid.
He tenido muchos jefes en mi vida. El primero, en Mundo Diario, fue una mujer, una directora de la que aprendí que solo te arrepientes de lo que no haces. Ese consejo me envió fuera de España a buscarme la vida; sigo en deuda con ella. Desde entonces he tenido otros superiores (algunos importantes y capaces, otros de los que más valía alejarse), pero solo uno fue desde el primer día el "director general”, la persona a quien se le podía exponer todo. Su pensamiento iba por delante del día a día, preparando la siguiente fase de la empresa y llevándola a cabo sin titubeos ni tretas; jamás le vi tomar una decisión contra nadie, menos aún solo a su favor, y nunca le oí un grito. Lo esencial era el futuro de la empresa. Era un líder.
Que Feijóo haya conseguido una cuarta mayoría absoluta en Galicia y Urkullu pueda gobernar el País Vasco con estabilidad demuestra que cientos de miles de españoles han creído en ellos. Muchos pueden no haberles votado, incluso pensar que jamás les apoyarían, pero esos dos señores llevan años haciendo su trabajo sin vender motos ni mentir al votante, aunque lo pierdan. Encontrar líderes, tanto en la política como en la empresa, es complicado. No son muchos los profesionales que tienen una visión y se comprometen con el auténtico servicio público.
Urkullu se ha ganado la medalla al político más serio de la península. El político vasco, no sé si se han fijado, sonríe poco, no le tiembla la voz y jamás pone paños calientes a sus frases. “No soy español, solo me siento vasco”, dijo antes de las elecciones, y muchos se rasgaron las vestiduras; pero ese sentimiento no le ha impedido cumplir las leyes del Estado de Derecho ni respetar sus instituciones. Tampoco creo que deje de formar un Gobierno con el partido --probablemente el PSOE-- que considere adecuado para mantener la estabilidad en el País Vasco y en España.
A Feijóo, tras las últimas autonómicas, le llaman el Hiper Presidente; ha hecho un póker de ases presidenciales. Siguen algunos repitiendo que ser el mejor en Galicia no es suficiente, lo que no deja de asombrarme. ¿Quién, en el actual PP, ha hecho más por España? Es curioso, lo fácil que se justifica una mala elección de dirigentes porque garantiza la silla de sus barones. Núñez Feijóo, un político de esa derecha moderada que toda democracia necesita, se ha ganado a pulso un puesto en el liderazgo de su partido. El PP capaz de atraer el voto del centro tiene líder, pero no está en Madrid.
En estas notas sobre liderazgo, mejor no hablar de Cataluña.