Esta semana he subido al Valle de Benasque a desconfinarme de verdad. Algunos consiguen desconectar de su vida diaria cerca del mar, otros haciendo jardinería o un retiro de yoga, yo necesito la alta montaña. No soy alpinista ni escaladora profesional, pero cuando empiezo a caminar cuesta arriba, la imponente cordillera de la Maladeta frente a mis narices y el sonido de un riachuelo de aguas heladas serpenteando a mi lado, soy capaz de olvidarme de todo. Hasta de los tres meses encerrada en casa, observando como un maldito virus se llevaba algunas de mis ilusiones y proyectos por delante.
La afición a la alta montaña, y en concreto, por el Valle de Benasque, la habré heredado de mi àvia paterna, una de las primeras barcelonesas en comprarse un apartamento en Cerler, coincidiendo con la inauguración de la estación de esquí, en el año 71. Mi àvia, entonces ya viuda, era una apasionada de la montaña (pasión que desarrolló aún más al marcharse a vivir a Suiza durante la guerra civil) y aunque entonces ya no esquiaba, le gustaba subir a Cerler para hacer excursiones, recoger flores y buscar setas. Tenía una memoria increíble y se sabía los nombres de los árboles, flores, valles e ibones de memoria. Yo, a diferencia de ella, ni siquiera soy capaz de diferenciar las hojas de menta de las ortigas, y nunca me acuerdo de qué aspecto tiene un diente de león antes de que se convierta en una bola de pelusilla.
El martes, aprovechando que hacía buen tiempo y en el Valle apenas hay turistas, mi amiga Marta y yo pusimos rumbo hacia el Forau d’Aigualluts, una de las excursiones más populares de la zona, por ser la cabecera del río Ésera y estar a los pies del Aneto. El recorrido estaba salpicado de cacas de vaca y vistosas flores pirenaicas, como las siemprevivas, los acónitos y los lirios azules, cuyo tallo largo y esbelto sobresalía entre la hierba. Nos detuvimos en un prado para zamparnos unos bocatas de atún y una lata de aceitunas y vimos marmotas apareciendo y desapareciendo entre las rocas, quebrantahuesos sobrevalorando los picos aún nevados y también unas lagartijas pequeñas y ágiles, cuya piel oscura y brillante parecía centellear bajo el sol. De regreso, nos detuvimos frente a una cascada y jugamos a ver quién aguantaba más tiempo con los pies descalzos dentro de esa agua glacial.
“La felicidad son esos pequeños momentos”, dijo Marta, muy sabia ella, “en que uno se siente feliz y contento con lo que tiene, y es consciente de la suerte que tiene por tenerlo”. Ni el destino ni tortas. Al final, todo es cuestión de suerte en esta vida, nos dijimos. Si su familia no hubiera nacido en el Valle, o mi àvia no hubiera decidido comprarse un apartamento en Cerler, probablemente no estaríamos allí arriba, disfrutando de un paisaje espectacular.
“Gracias, àvia”, pensé en silencio, mientras contemplaba mis botas de montaña nuevas, compradas por Navidad en la tienda Barrabés de Barcelona. Mi àvia y el señor José Barrabés, fundador de la tienda de montañismo más grande de España, en Benasque, se llegaron a conocer.
“Tu abuela era una señora con mucha personalidad, y con mucha categoría”, me contó él mismo hace tres años. El señor Barrabés, que ahora debe tener 87 u 88 años, estaba frente a la puerta de su flamante tienda de cinco plantas, comprobando que todo estuviera en orden. Parecía ilusionado por poder compartir sus recuerdos conmigo. Se acordaba de mi àvia y de su amiga, la Sra. Farreras, que también tenia un apartamento en Cerler.
“Juntas se lo pasaban bomba. No paraban. A menudo bajaban a Benasque y pasaban por mi tienda para comprarme pieles o moixernons para el fricandó”, me contó el señor Barrabés, que antes de montar su negocio de artículos de montaña regentaba un pequeño local en el centro de Benasque donde vendía un poco de todo.
“Me bajaba a los anticuarios de Huesca y compraba cencerros, pieles de leopardo, de vaca, visones…”, me explicó. Muchos de estos objetos acabaron decorando los apartamentos de montaña adquiridos por los primeros veraneantes catalanes en los años 70, como mi abuela. “¿Has estado ya en mi nueva tienda de Barcelona?”, me preguntó, curioso, antes de despedirnos. Era junio de 2017. El independentismo estaba en pleno apogeo y estaba preocupado por lo que podía pasar. “Antes los catalanes eran admirados en toda España, ahora pasa lo contrario. Y esto no lo arregláis en 100 años”, me soltó. Me pregunto qué pensará hoy.