¿Cómo sería nuestra sociedad si no existieran las cárceles? Era una de las preguntas que planteaba Angela Davis en Democracia de la abolición, un libro de 2005 en el que cuestionaba el modelo penitenciario norteamericano que castiga de forma mayoritaria a las personas pobres pero sobre todo a las afroamericanas. Davis planteaba que necesitábamos mejores escuelas, asistencia sanitaria gratuita, viviendas sociales y un mejor acceso a la alimentación. No cárceles. Hacía una invitación a mirar todas estas cuestiones bajo una lente abolicionista, pero también feminista, porque el feminismo combate el racismo pero también las consecuencias más crueles del capitalismo como son convertir a las personas, pero sobre todo a las mujeres, en mercancías.
Todas estas cuestiones vuelven a cobrar actualidad a raíz de los disturbios raciales en Estados Unidos que han traspasado fronteras convirtiéndose en un fenómeno global. Así como el movimiento feminista sacó ventaja de la globalización para unir las reivindicaciones de millones de mujeres que sufrían distintas formas de desigualdad y violencia más allá de sus fronteras, las personas que sufren discriminación por el color de su piel en todo el mundo se han unido bajo el grito de George Floyd: “no puedo respirar”.
No poder respirar bajo una rodilla que inmoviliza representa la violencia a la que están expuestas las personas más vulnerables de nuestra sociedad, pero es también una metáfora de una vida sin oportunidades que impide escapar al círculo de reproducción de la pobreza, la exclusión y la delincuencia al que condenamos a grandes capas de la sociedad. No es casualidad que en Minneapolis, Madrid y Barcelona sean las personas más pobres, aquellas que nacen en los barrios marginales, las que van de forma mayoritaria a la cárcel. No poder respirar bajo una rodilla que inmoviliza representa también aquello a lo que apuntaba Angela Davis: necesitamos más escuelas, más hospitales, y menos cárceles. Todo aquello que se engloba bajo el paraguas de la inversión pública y que permite que todas las personas, más allá de sus ingresos, tengan acceso a una vida digna.
Los últimos diez años en Cataluña representan justamente lo contrario. La crisis económica que se declaró en 2008 significó el inicio de una década de recortes a los servicios públicos cuyas consecuencias arrastramos hasta hoy. Un informe de la Asociación de Directoras y Gerentes en Servicios Sociales revelaba el año pasado que mientras algunas comunidades ya superaban entonces los niveles de inversión en gasto social anteriores a la crisis, otras seguían muy por debajo. La peor situada era Cataluña donde el gasto social era un 20% inferior al de 2009. Esto se traducía en 4.190 millones de euros menos en sanidad, educación y servicios sociales. El informe constataba que mientras Cataluña había recortado en cuestiones esenciales, había mantenido un gasto muy por encima de la media en otras políticas y alertaba sobre la necesidad de adoptar medidas urgentes para garantizar el sistema de protección social.
Estas cifras cobran hoy más sentido ante la crisis social y económica derivada de la Covid-19 que ha agudizado nuestros problemas pero especialmente la pobreza y la precariedad de amplios colectivos que vivían bajo el umbral de la pobreza y que ahora están mucho peor. El impacto de la pandemia ha puesto al límite nuestra sanidad y ha hecho más grande la brecha educativa que afecta a las familias con menos recursos cuya única ventana a la igualdad de oportunidades la representa una educación gratuita y de calidad. Esas familias ven ahora con impotencia como este único trampolín tambalea. Hay una generación entera que creció castigada por la crisis de 2008 y que ahora le ha tocado enfrentarse a la crisis de la Covid-19. Son niños, niñas y adolescentes que llegarán a la edad adulta sin haberse beneficiado nunca de las políticas públicas fuertes que según nuestra legislación deberían estar garantizadas. Es urgente recuperar la inversión y los años perdidos y abordar la reconstrucción con una lente abolicionista que sitúe la precariedad, la pobreza y la desigualdad como los principales enemigos a abolir.