Nos ha tocado en suerte tener que vivir tiempos difíciles, complejos y sumamente frágiles, que convertirán las tribulaciones y vicisitudes del pasado en meras anécdotas. Pero al escribir esto no pienso en la pandemia que se ha llevado por delante decenas de miles de vidas; tampoco me refiero a los nubarrones económicos que ensombrecen el futuro; ni al duro rescate auditado por la UE por el que acabaremos pasando; ni a la impagable deuda que llegará al 120% del PIB y que heredarán nuestros nietos y sus hijos, si es que para entonces este planeta de voceras e indigentes intelectuales sigue orbitando alrededor del sol. A todos los males enumerados hay que sumar, para colmo, otro, tan letal o más que el peor de los virus. Me refiero a la incultura, esa incultura que no se cohibe ni arredra ante el alipori y rubor ajeno que suscita; la incultura que se siente orgullosa de su propia ignorancia y alardea con insolencia de ella, como si no hubiera que reservar para mañana un ápice de verborrea o estupidez. Esa indigencia intelectual, desnuda y exhibicionista, que nos invade a todas horas, nos contamina sin tregua y devora el cerebro de cualquier persona formada que encuentra en su camino.
En las Bienaventuranzas, género literario no solo presente en La Biblia sino también en muchas tradiciones orales y escritas de diferentes culturas --la egipcia sin ir más lejos, pues legó incontables elementos a la cultura judía--, Jesús, en su célebre Sermón de la Montaña, bendijo, o felicitó, pues felicitar es el fin último de esas proclamas, a ocho colectivos; ya saben: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados; Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia». Eso lo conocemos por San Mateo Evangelista, que lo consignaba todo. Pero lo que no sabe nadie es que el Mesías pronunció una novena Bienaventuranza cuando todo parecía haber terminado. En el último momento, Jesús giró sobre sus talones, y mirando de hito en hito a la multitud, que esperaba un encore, un bis apoteósico, añadió: «Y Bienaventurados los imbéciles, merluzos e incultos, porque ellos lo destruirán todo sin sentir». Esto fue así, no lo duden, porque yo estaba allí, con Brian, su madre, y el resto de los Monty Python, como corresponsal del Institut Nova Història catalán, con acreditación expedida por el mismísimo Víctor Cucurull.
Si no son ustedes muy de epistemología bíblica, recuerden aquella preciosa sentencia de Lao-Tsé, el maestro taoísta: «El que sabe, no habla; el que habla, no sabe». Y si tampoco son mucho de filosofía china y no tienen intención de disfrutar de esa joya atemporal que es el Tao Te Ching, piensen en el denominado Efecto Dunning-Kruger, que es más devastador que el archifamoso Efecto Mariposa. Estos dos psicólogos sociales, de la prestigiosa Universidad de Cornell (USA), concluyeron, tras muchas pruebas y estudios, que las personas con nulo bagaje cultural e intelectual y clara incapacidad metacognitiva a la hora de reconocer sus limitaciones, muestran, investidos en un falso sentimiento de superioridad, irrefrenable propensión a opinar y a hablar hasta por los codos sin importar que se esté dirimiendo de mecánica cuántica, de historia del mundo o del sexo de los ángeles. En el otro extremo, el estudio también revela que la gente muy formada tiene tendencia a escuchar y no opinar en demasía cuando no domina un asunto o no posee suficientes elementos de juicio, y a sobrevalorar, curiosamente, al inepto vocacional, creyendo que sabe más de lo que en realidad sabe.
Seguramente todo lo dicho hasta aquí les habrá permitido intuir que el hecho que genera y anima estas líneas es la sinrazón planetaria que nos invade tras la execrable y vergonzosa muerte de George Floyd. Nada puedo decir al respecto de ese repugnante abuso de autoridad y maltrato policial --por otra parte bastante habitual en Estados Unidos, recuerden que esto no es la primera vez que ocurre--, más allá de sumarme, compungido, a la indignación y a la tristeza que la sinrazón, el racismo y la brutalidad suscitan. Pero del mismo modo cabe rebelarse ante la incomprensible oleada de estupidez, violencia, ignorancia, vocinglera y odio que esa muerte ha desatado.
Las protestas del movimiento BlackLivesMatter nos han dejado a lo largo de las dos últimas semanas un reguero de noticias y vídeos absolutamente infames y vergonzosos, en los que la barbarie, el caos en las calles, el saqueo de comercios, la presencia de armas en manos de la ciudadanía, los apaleamientos y el odio enconado han sido y siguen siendo protagonistas absolutos. Hemos sido en mala hora testigos de la infinita crueldad e inclemencia ejercida por colectivos exaltados, golpeando con saña a seres indefensos, ancianos y mujeres, desplomados sobre el asfalto o en estaciones de metro. Y tras la violencia, la humillación insufrible de ver cómo esos «blancos culpables» eran obligados a postrarse en absoluta sumisión, a pedir perdón por un pecado no cometido, a efectuar un acto de contrición por todas las injusticias sufridas por la raza negra a lo largo de los siglos; obligados a tenderse por completo en el suelo y a besar sus zapatos o a lavar sus pies bajo su mirada desdeñosa y ensoberbecida. Esas imágenes vejatorias han dado la vuelta al mundo. Y no pasa ni un solo día sin que presidentes, políticos, policías, y colectivos de ciudadanos de todas las latitudes se degraden hincando la rodilla, besando manos y pies e implorando su perdón.
No sé qué pensarán ustedes. Personalmente creo que nos hemos vuelto locos y hemos perdido el norte por completo. El racismo y la violencia son dos lacras que debemos barrer de la faz de la tierra. No creo que nadie ponga en tela de juicio ese objetivo. Nadie. Pero este no es el camino, no es el método. La denominada corrección política, el pensamiento único, el falso globalismo impuesto y propugnado por la izquierda mundial es una coerción de corte dictatorial, tan fascista o más que el «fascismo clásico» que ellos se jactan de combatir.
Como secuela a todos los hechos mencionados vemos ahora que la ira racial se extiende a la historia, al cine, a la pintura, a la literatura. Y ahí aflora toda la incultura, el analfabetismo, la mentira y la cerrilidad más absoluta. En solidaridad con la raza negra, derribemos estatuas… «¿Por cuál empezamos?» «¡No importa, todos fueron fascistas y supremacistas, y pedófilos y heteropatriarcales! ¡Cárgate ésta, que es de un tal Ponce de León, que cosificaba a la mujer; he leído que trabajaba para una multinacional de cosméticos y vino a América buscando la crema de la eterna juventud!» «¡Y aquélla, de Ceres, que dicen las de igualdad de Podemos que era diosa de la fecundidad. Fijo que era una antiabortista de Vox!» «¡No os olvidéis de la de Julio César, el dictador griego; ese era tope facha y se cargó algunas repúblicas!» «¡Y todas las de Colón, maldito genocida, ese exterminó a todos los negros de Canadá!» «¿Y qué hacemos con la de Winston Churchill, era super racista y amigo de Hitler, verdad?» «¡Pues no lo sé, creo que le vi una vez en la tele apoyando el Brexit, pero ni idea, mejor cárgate primero la de Leopoldo II de Bélgica!» «¡Pues tengo entendido que el tal Leopoldo metía a los negros en zoológicos para salvarlos de los nazis!»
A pesar de la ironía del párrafo anterior, ese es el nivel cultural con el que nos obsequian a diario. Esa es la mentira. Esa es la zafiedad intelectual de la izquierda radical, internacional o española, la que cree poseer el monopolio de la verdad, la que enarbola la única bandera homologada en lo referido a igualdad de género y raza, la que vela por los derechos del colectivo LGBTI, la que lidera la lucha antifascista, la que se erige en juez moral de pensamientos palabras y obras. Escucharles implica echarse a llorar de pura desesperación. Cada vez que Irene Montero, Pablo Iglesias, Ada Colau, Echenique, Alberto Garzón y tantos otros abren la boca, se estigmatiza un libro, se pierde una película, se retira un cuadro, se crea un bulo, cristaliza un embuste, se perpetúa la estupidez. No saben nada, lo ignoran todo, son un ejemplo modélico del Efecto Dunning-Kruger.
Luchemos por erradicar el odio y la desigualdad en todos los ámbitos, a todos los niveles, reparando en la medida de lo posible los errores del pasado, cerrando heridas, perdonando, tendiendo puentes. Pero hagámoslo desde la cultura, desde el respeto mutuo, huyendo de populismos y enfrentamientos inútiles. Aceptemos todos que la Historia es la que es, y que se escribe con mayúscula con todas sus luces y todas sus sombras, victorias y derrotas, ganancias y pérdidas, y dejémosla tal como está, pues no puede ser cambiada, ni manipulada a conveniencia. De ella podemos sacar las mejores lecciones y enseñanzas a la hora de construir un futuro y un mundo en el que convivir en paz.