Admito que no he seguido muy de cerca las protestas que han estallado en diversas ciudades de Estados Unidos tras el asesinato de un ciudadano afroamericano a manos de la policía en Minneapolis. Tampoco he subido a mi cuenta de Instagram una imagen totalmente negra ni he posteado nada junto al hashtag Black Lives Matter para demostrar mi apoyo a la causa, porque el activismo digital me parece un poco superficial. Eso no quita que cada vez que veo por la tele las imágenes de los disturbios --centenares de personas de todas las razas reclamando poner fin a los abusos policiales contra los negros y que se haga justicia-- sienta un hormigueo de felicidad en el estómago al imaginar que, con un poco de suerte, las protestas sirvan para que Donald Trump pierda las elecciones en noviembre y el mundo no tenga que aguantarlo cuatro años más.

¡Qué país, Estados Unidos! Capaz de elegir de presidente a un hombre inteligente y brillante como Barack Obama --¡un negro!-- para luego permitir que un populista como Trump, personificación de todos los males de ese maravilloso país, se apodere de la Casa Blanca. Y pensar que podría haber ganado Hillary Clinton, una mujer... 

Precisamente, en agosto de 2016 tuve la suerte de ser invitada a Filadelfia para asistir a la Convención del Partido Demócrata y presenciar cómo Clinton era designada la primera mujer candidata a la presidencia a los Estados Unidos. Fue un momento emotivo, aunque ya se intuía en el ambiente que Clinton lo tendría muy difícil para ganar a Trump. Por las calles de Filadelfia había más fans de Bernie Sanders demostrando su odio hacia la candidata demócrata ganadora, a quién veían como una representante de las élites, que seguidores de la propia Hillary.  

La estancia en Filadelfia me sirvió para comprender un poco mejor el funcionamiento de la democracia americana (y sentir un poco de envidia) pero también para comprobar, una vez más, las injusticias raciales y sociales que se dan en las grandes ciudades de ese país. No me sorprende nada que Filadelfia haya sido uno de los principales núcleos de las protestas contra el racismo y los abusos policiales. Según un estudio citado en la revista Philly Mag, Filadelfia, con un 42% de población de raza negra, es la cuarta gran ciudad más segregada de los Estados Unidos. El estudio está hecho en base al porcentaje de personas de diferente grupo racial que viven en un mismo barrio, y el resultado indica que en Filadelfia, a pesar de su elevada diversidad racial (un 13,6% de la población es de origen latino y un 7,2% de origen asiático), en los barrios apenas hay convivencia racial. 

Mis anfitriones en Filadelfia, un matrimonio de origen colombiano, propietarios de un medio de comunicación latino, eran la excepción. Vivían en Jenkintown, un barrio residencial a unos veinte kilómetros del centro, donde la mayoría de los habitantes eran judíos de clase media. Ellos sabían que eran minoría porque en Navidad eran de los pocos que decoraban el jardín con lucecitas y estatuas de renos. Un poco más al norte de Jenkintown empezaba un barrio de coreanos, y un poco más al sur, un distrito de blancos cristianos, a juzgar por las numerosas iglesias de imitación medieval a pie de la carretera.

Para llegar hasta Jenkintown desde el centro de Filadelfia se puede tomar un tren regional (no muy eficiente) o conducir por una carretera plagada de semáforos y atascos a todas horas del día. La carretera es interesante, porque va dejando atrás los diferentes suburbios que rodean el centro, cada uno habitado por una minoría distinta. Primero vienen los barrios negros, los barrios de “morenos”, como dicen los Latinos. Gran parte de la comunidad afroamericana de bajos recursos de Filadelfia habita en barrios de aceras sucias, basuras a rebosar y casas apareadas con las fachadas destartaladas y porches de columnas blancas despintadas.  La sede de la universidad Temple, semipública, y una de las más antiguas de la ciudad, hace de límite entre los barrios “buenos” y “malos” del norte de Filadelfia.

Una tarde, después de un bochorno sofocante, cayó una gran tormenta cuando volvíamos a Jenkintown y tuvimos que detener el coche en uno de esos suburbios de “morenos”  hasta que terminase el diluvio.  Claudia (nombre ficticio), mi anfitriona colombiana, votante republicana de toda la vida, se puso muy nerviosa. “Los morenos no saben conducir, hacen lo que quieren”, exclamó con desprecio, cuando un coche cruzó a toda prisa por delante nuestro. Después de 25 años viviendo en Filadelfia, Claudia seguía diciendo que los barrios de afroamericanos eran peligrosos, plagados de droga y delincuencia, y que a ella no la verían poniendo un pie ahí.

Cuando dejó de llover, arrancamos el coche para dejar atrás el barrio afroamericano y adentrarnos en el Bloque de Oro, el suburbio de los portorriqueños. Sus calles eran igual o incluso más peligrosas que las de los “morenos”, me advirtió, mirando con desaprobación a su alrededor. Una de las cosas que más le molestaba era que en Estados Unidos no estuviera permitido beber alcohol hasta cumplir los 21, “pero luego te vas a la tienda de la esquina a comprar un rifle y no te piden ninguna documentación”.

Diez kilómetros más adelante, para la tranquilidad de Claudia, llegábamos al perfecto y limpísimo Jenkintown. Entramos en un restaurante italiano, junto a una tienda de parafernalia judía y una escuela de baile, y le pidió al camarero dominicano una ración de raviolis de queso y otra de calamares fritos.