Hace algunas semanas advertimos aquí de lo muy inoportuno que es ahora el cruce de las denuncias por el desgobierno en el control del coronavirus, y sugeríamos que la gente se lo pensase dos veces antes de lanzarse al deporte del “nos vemos en los tribunales”. Era una “llamada” a la resignación y a la concordia. Pongo la palabra “llamada” entre comillas porque no soy tan engreído que crea que me van a escuchar en las altas instancias. Pero era de sentido común que en las circunstancias en que nos encontrábamos a principios de abril, y con la montaña que teníamos por delante, no era momento de reproches ni de ajustar cuentas con el adversario político. Ahora ya hemos subido y luego bajamos esa montaña, pero viene otra. Se trata de concentrar todas las energías en afrontar un enemigo pavoroso.
Me ha gustado ver que Luis Garicano, europarlamentario de Ciudadanos, ha propuesto en el mismo sentido una “tregua política” de seis meses para diseñar las reformas que el país podrá acometer con el fondo europeo. De momento nadie le hace caso, como era de prever. Como suele decir un famoso radiofonista, “En España no cabe un idiota más”.
Echemos una mirada retrospectiva a los aciagos acontecimientos: El 28 de enero cundió la alarma en el mundo por una cantidad indeterminada, entre cien y doscientos muertos, por ese nuevo y desconocido coronavirus en la ciudad de Wuhan, en China; los gobiernos de Japón y EEUU enviaron aviones a Wuhan para repatriar a sus ciudadanos, sacarlos de lo que ya se veía que sería un avispero.
El 11 de febrero había declarados más de mil muertos y corría el temor de que el virus mutase antes de que se encuentre una vacuna.
El 24 de febrero Italia registraba seis muertos y se sospechaba de varios casos en España.
El 3 de marzo me cancelaron una cita en la redacción de un medio periodístico porque en la redacción se había detectado un caso de coronavirus y se procedía a cerrarla, enviar a casa a todos los periodistas y organizar el teletrabajo. Esto, como digo, el día 3.
El día 8 de marzo el Reino Unido calculaba que tendrían cien mil muertos, Italia aislaba el Piamonte, con 16 millones de personas. Y ese mismo día en España celebrábamos fiestas, partidos de fútbol, manifestaciones feministas donde se contagiaban, para empezar, varias ministras del Gobierno, y luego a saber cuántas mujeres desconocidas… (Ministras que, por cierto, pudieron disfrutar de una atención médica privilegiada, a la que no tuvieron acceso tantos ciudadanos corrientes.)
Miles de muertos después, el cruce de demandas judiciales ya es imparable. Algunas contra la Generalitat de Cataluña por la caótica gestión de las residencias de la tercera edad durante la pandemia. Otras contra el Gobierno, por haber permitido y/o organizado una gran cantidad de actividades multitudinarias en los primeros días de marzo, especialmente la manifestación feminista del 8M; (Sobre el riesgo asumido en esa manifestación a la que el presidente del Gobierno daba “vivas” el otro día en el Congreso, basta con escuchar y ver la grabación off de record --pero que ha acabado en in the record-- de Irene Montero, la ministra de la “igualdad”.)
Y cursan, en fin, otras denuncias, contra la pintoresca --aquí también mido mis palabras-- presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, por las muertes en las residencias de ancianos y por haber dado orden de no atender a los más desvalidos y deteriorados en los hospitales, en los momentos en que éstos estaban al borde del colapso por la pandemia. Luego y para colmo, tratando de escurrir el bulto de una responsabilidad pavorosa (pero argumentalmente defendible), el consejero se justifica en que la orden glacial no era más que un “borrador” entre varios que se manejaban en su departamento y que se envió por error a los hospitales. (Desde luego éste sí es una clase de error que exige una dimisión, como acertadamente editorializaba el diario ABC el otro día.)
Yo creo que es humanamente disculpable la inoperancia, la imprevisión, incluso la bisoñez de nuestro mandarinato, pero a mí no se me ha muerto nadie. En contrapartida, es comprensible la rabia que sienten algunos ciudadanos que han perdido a seres queridos en el caos de los días clave de la pandemia. A ellos no nos atreveríamos, por motivos obvios, a decirles que entrar en la espiral de las querellas es un error inoportuno. Pero a entidades sociales y profesionales más abstractas y a las fuerzas políticas que también están jugando a esto (unas más que otras) sí se les puede decir. Se acercan tiempos muy difíciles y se están tirando los muertos y las responsabilidades a la cabeza.
Al hacerlo generan más desconfianza de la ciudadanía hacia las elites, y agravan el enfrentamiento, la polarización entre las dos Españas tradicionales, que quizá sean ya cinco o seis. Así no se gestiona un país al borde de la quiebra, ni se generan esperanzas de que éste disponga de una fuerza política compacta y funcional frente a la adversidad. Y en otro orden de cosas, menor pero tampoco desdeñable en absoluto, así no se mejora esa imagen de frivolidad imbécil que generamos de cara al exterior, ni, lo que es mucho peor, la imagen que tenemos de nosotros mismos.