En la pasada crisis, las autoridades europeas cometieron múltiples errores. Las medidas adoptadas no facilitaron su salida, sino su extensión. Constituían un cóctel integrado por ideología, egoísmo y escaso pragmatismo. Eran muy diferentes de las aplicadas en EE.UU.
Estaban basadas en los principios del neoliberalismo. Tenían como objetivos esenciales la consecución de una inflación muy baja y un reducido déficit público. Debido a ello, el BCE se negó durante casi 7 años a adquirir deuda de los países del área y la Comisión Europea consideró idónea una política fiscal contractiva que dificultaba notoriamente la recuperación.
Alemania, el país más importante, solo pensó en si mismo. Su prioridad era asegurar la solvencia de sus bancos y evitar su rescate por parte del sector público. Para conseguirlo, necesitaba que ningún gran país de la zona euro hiciera defaut y la entidades financieras europeas cumplieran sus compromisos con las germanas.
El resultado fue una política comunitaria que dio prelación a los bancos respecto a los ciudadanos y generó el rescate de los primeros por parte de los segundos. Aquéllos dieron una parte del dinero que les quedaba a los que generaron la crisis. Una gran injusticia que propició un elevado aumento de los votos obtenidos por los partidos populistas y un descontento creciente, especialmente en el sur de Europa, con el funcionamiento de la eurozona.
En marzo de 2020, la extensión de la Covid-19 volvió a examinar la solidez del proyecto europeo. Las primeras reacciones fueron decepcionantes. El BCE no bajó sus tipos de interés, tampoco adoptó ninguna medida excepcional y su presidenta, Christine Lagarde, indicó claramente que la reducción de las primas de riesgo no eran un objetivo del banco.
El Consejo Europeo no llegó a ningún acuerdo. No había prisa en tomar decisiones. Antes de hacerlo, una parte sustancial de los jefes de Estado o gobierno preferían calibrar el verdadero alcance de la crisis. En especial, si ésta solo afectaba a los países del sur o también llegaba con crudeza a los del norte. La solidaridad entre estados brillaba por su ausencia.
Posteriormente, la Comisión Europea ofreció a los primeros tres mangueras de agua para sofocar un incendio de colosales dimensiones. Además las ayudas no eran tales, sino créditos. Los podían utilizar para pagar una parte de los subsidios de desempleo o los gastos generados por los ERTE, financiar parcialmente el déficit público y conceder directamente préstamos a las empresas o a avalar los concedidos a éstas por los bancos.
El proyecto europeo volvía a peligrar. No obstante, de repente, ocurrió un milagro típico de una película navideña. Merkel adoptó una posición contraria a la que históricamente había mantenido e implícitamente reconoció los errores cometidos durante la última crisis. La líder que consideraba a la Unión Europea (UE) como un cortijo alemán, empezaba a mirarla como un club en que los países se ayudan unos a otros, especialmente cuando la economía va mal.
Un cambio de posición que ha permitido a la Comisión Europea elaborar un plan de recuperación ambicioso en la forma, el fondo y la cuantía. Sin duda, constituye un gran paso adelante en la integración europea.
El plan consta de cinco elementos muy positivos: emisión conjunta de deuda, una cuantía muy elevada (750.000 millones de euros), el destino del 66% de su importe a ayudas a fondo perdido, los principales países beneficiados serán los más perjudicados por el Covid-19 y en el último trimestre de 2022, el 60% del dinero ya habrá sido desembolsado.
Aunque Alemania sigue sin permitir la creación de los eurobonos, ha dado su consentimiento a una gran emisión conjunta de deuda. No es lo mismo, pero las diferencias son escasas. Los primeros deberían ser avalados por todos las naciones del área y los segundos por el presupuesto de la UE. Unas cuentas que se nutrirán de las aportaciones de los socios y de los impuestos que gravarán la realización de determinadas actividades en todos los países.
El importe de 750.000 millones de euros será dinero contante y sonante. Una gran diferencia con otros planes comunitarios en los que su aportación era escasa y a través de la ingeniería financiera se pretendía movilizar recursos 15 veces superiores a la cuantía desembolsada. Una estimación que casi nunca se cumplía. Un ejemplo de lo anterior lo constituyó el plan Juncker, cuya dotación únicamente fue de 21.000 millones.
El fondo de recuperación destinará 500.000 millones a subsidios. Por tanto, la mayor parte de su monto serán ayudas no reembolsables. Una gran novedad en la UE. A diferencia de otras ocasiones, para determinar la parte correspondiente a cada país, no se tendrá en cuenta ni la aportación de cada uno a las arcas comunitarias ni su población, sino los perjuicios que la enfermedad ha causado sobre su economía.
En definitiva, si los planes previstos se cumplen, la UE proporcionará a España un salvavidas. De forma más concreta, un magnífico barco para navegar con éxito en las aguas turbulentas generadas por la Covid-19 y llegar sano y salvo a puerto.
En concreto, el segundo importe más elevado después de Italia y equivalente a 140.446 millones de euros. De ellos, 77.324 millones no se deberán devolver. Además, la rectificación de la declaración inicial del BCE y la continuidad de las compras masivas de deuda, le permitirá financiarse a un bajo tipo de interés hasta que nos lleguen la mayor parte de las ayudas.
Por tanto, para salir de la crisis en forma de V, la Comisión Europea y el BCE darán el do de pecho. Ahora solo falta que el Gobierno acierte. No es necesario que lo haga mucho, sino solo un poco. Si así sucede, probablemente en el 3º trimestre de 2022 volvamos a tener el PIB del cuarto trimestre de 2019.
No obstante, la ayuda no será a cambio de nada. No volverán los hombres de negro, pero si los diplomáticos europeos. De forma muy educada, nos obligarán a la continuidad de la reforma laboral, la subida del IVA, la disminución de las pensiones o los salarios de los funcionarios públicos.
El argumento principal será que en 2021 hay que facilitar la creación de empleo y el déficit público debe ser inferior al 5% del PIB. Y la verdad sea dicha, en gran parte tendrán razón.