Hay raíces que imponen su viscosa adherencia. El soberanismo que encarna la portavoz de JxCat en el Congreso, Laura Borràs, proviene de una de estas raíces y va a la conquista de su propia pérdida: una lengua vernácula sacralizada en la Institució de les Lletres Catalanes y una estética forzada de mujer fuerte con fondo dulce. Pertenece al mundo superior de rasgos raciales, casi repugnantes; la lábil frontera entre la realidad y el narcisismo social catalán, un fenómeno nuevo destapado por el procés. Su mirada transmite calidez y espanto, al mismo tiempo; contempla al mundo alejado de su causa, como la tierra yerma en la que no hay sitio para el aprecio. Sus desvaríos explican su remoción. Confía en que la influencia hipnótica de su jefe de filas, Carles Puigdemont, detenga su autonomía como ideóloga y le permita disolver su personalidad en el vínculo con la causa, al estilo de los niños de la Joven Alemania que le dieron su sangre al Reichstag ocupado. No sabe que la entrega a la patria es una muerte del alma.
Antes de ser consellera, Borràs dirigió la citada Institució de les Lletres, donde cometió presuntos delitos de prevaricación, fraude y malversación de los que le acusa el magistrado del Supremo, Marchena. Ella, fiel a sus principios, levanta la estelada para protegerse; se mete en la barricada solo para confundir a sus enemigos, pero en realidad desconoce el flanco democrático que acabó con el Antiguo Régimen. Pertenece a este microclima ensimismado y ciego en el que hunden sus raíces políticos abracadabrantes, como Torra o Puigdemont, y cabezas pensantes echadas a perder y con escaño en Luxemburgo, como el profesor de Teoría Económica, Ramon Tremosa y el filósofo, Terricabras.
La irregularidad es el contravalor de la poltrona. Borras usó y abusó de los chiringuitos que sirven para colocar a familiares o conocidos. Nuestro compañero Guillem Bota, en una de sus columnas en Crónica Global, ducho en el arte de birlibirloque, inquiere a Borràs anar de mal borràs, (literalmente traducible como “ir de puta por rastrojo”), pero claro, no se refiere a ella sino el camino, que siguen Laura y su partido. De inmediato, la portavoz de JxCat en el Congreso se inquieta y pone en marcha la infantería de choque en twitter; y el cielo oscurece con nubes de insultos; ni un segundo más.
Su sonrisa sería de bella factura si fuera la de una joven mujer atribulada antes de su primer baile con el soldado aterrado, la noche antes de la batalla. Pero ella (“blanca y radiante”, dice Bota) sonríe un segundo antes de golpear dialécticamente al adversario y desvela el correlato entre el primer mohín intencionado y el ataque verbal que viene a continuación; su discurso suele empezar en un párrafo fluido para terminar con un cierre abrupto. Es el egoísmo domesticado, el que usa predicados sin sujetos; la forma de hablar de los ambiguos que blanquean sus intenciones. Su presentación, ninfa junto al buga, copilota de pañuelo al viento al estilo de Isadora Duncan, busca la seguridad pequeñoburguesa en la que pretende respaldarse el procés por aquello de que siempre hay donde aferrarse: también mañana, después de la batalla, comeremos macarrones en casa de mamá.
En la política de las herrumbrosas lanzas y en plena lucha contra el Covid, la polarización aumenta; ya no hay espacios entre bloques; el votante no cambia sino que ya cambió y lo hizo para siempre. No es el guerra-civilismo clásico, sino un modelo internacional que enfrenta al racionalismo con el populismo; y en este último flanco, el de Trump, Bolsonaro o Boris Johnson, está inmerso el soberanismo catalán. Laura, espejo torvo, mujer de empeine alto, persigue las huellas de la lengua, pero utiliza el lenguaje de los cazadores. Su momento mental es el de quien contempla por primera vez a una mariposa posándose sobre el manto verde, a punto de desplegar sus irisadas alas. Es acólita de la intimidad exterior; levanta valores supremos; ha perdido el encadenamiento, la capacidad de asumir la interinidad de cada paso. Habla de nuestros poetas en lengua vernácula, desde la soberbia racial. Su ciencia es deudora de la codicia. Mal paso. Se olvida de Carles Riba el padre de sus trovadores, el genio noucentiste que tradujo a los clásicos desde su humildad de sabio, en la Bernat Metge, la editorial de Francesc Cambó y Joan Estelrich, dos hombres odiados por el soberanismo.
No conoceríamos a una voz tan sobresaliente del siglo XX, como la Constantin Kavafis, si no hubiésemos tenido a Riba, aunque Itaca esté secuestrada en los lamentos de Lluís Llach. Riba bebió en Ausiàs March y Petrarca; tradujo también a Hölderlin y a Rainer Maria Rilke. No soy nadie para dar ninguna lección, pero qué curioso, a Borràs solo le entran los suyos. Será porque su poesía, que ella quiere “colocar donde nadie la espera” (literal), es hija de la consigna.
En el fondo no se aparta de la sensiblería para no alejarse del Florido Pensil, el mundo mágico de rosario, albóndigas traídas de casa, jaculatorias y falda corta, que adornó su adolescencia de niña a lomos de papá. Como la mayoría de políticos, se ha dejado vencer por el espacio venal de la psicología, tratando de evitar el viento carnal del psicoanálisis o de su reverso, el examen de conciencia, prescrito en un confesionario apostólico y romano. Su sentido de la responsabilidad y su arrepentimiento caben juntos en un aria del Don Giovanni de Mozart, ópera bufa, según el catálogo del gran músico, basada en aquel Burlador de Tirso de Molina.
Su mejor arma se oculta entre la condescendencia risueña y la afabilidad pícara. Gana a golpe de afabilidad e inteligencia emocional, pero no culmina; tampoco quiere hollar el orgullo de su jefe, recluido en Waterloo. Los rasgos de su carácter, que ella magnifica, desmontan las novelas galantes del mundo victoriano y reafirman las chocolatadas de domingo en los jardines eclécticos, que fueron el patio trasero de las islas del Eixample barcelonés. Habla de Shakespeare sin haberse desprendido de Folch i Torres y de los Pasturets de rectoría.
La vemos en el Congreso dando calabazas al Gobierno que contaba con su partido para mantener la frágil mayoría. Se acerca al abismo, allí donde algunos convocan el asalto a Moncloa, estilo pouch militar, con ministrables uniformados, como pide Vox. Alienta el fuego cruzado de la cámara legislativa, a pesar de que las primeras bajas sean las de sus camaradas. Usa los nombres de pila de sus contrincantes para rematar con el patronímico al presidente Sánchez (termina en ez y lo permite la Rae) en el momento álgido de su permanente queja. Se cree incólume, como las señoritas de colegio de jóvenes damas, que deambulaban antes por el Madrid de Recoletos, seguidas a distancia por un lacayo, cuya presencia solo se debía a cuestiones de prestigio social. Lejos del fuego ideológico, será comprendida y respetada por una sociedad civil, que nunca aceptará su ideología.
Sin apenas insinuarlo, Laura trata de ser un rosal silvestre entre ortigas. Se empeña en ser absolutamente comme il faut, pero no lo consigue. Su bamboleo en el Hemiciclo, en dirección a la tribuna de oradores, deja tras de sí un frufrú de enaguas, que sus señorías celebran con recato.