Nadie como Ortega y Gasset, uno de los escasos filósofos españoles, ha descrito mejor, y en una sola frase, el espejismo del centralismo político: “A seis kilómetros de Madrid, la influencia cultural de Madrid termina, y empieza ya, sin transición ni zona pelúcida, el labriego absoluto”. La cita, extraída de La redención de las provincias, un libro que reúne artículos publicados entre 1927 y 1930, durante la etapa civil de la dictadura militar de Primo de Rivera, proclama la necesidad de superar la mentalidad provinciana que, a juicio de Ortega, impedía la implicación real de los españoles en un proyecto nacional.
Hay quien interpreta esta idea, furiosamente crítica con los localismos de su tiempo, como un respaldo por parte del filósofo al concepto de las regionalidades, teórico embrión de las posteriores autonomías. Ortega analiza la descomposición interna del Estado canovista –un poder central muy condicionado por el caciquismo rural– y defiende la creación de nuevas estructuras políticas, instrumentales y alejadas de nuestra más negra herencia ancestral. Todo un atrevimiento en un tiempo extraño en el que los totalitarismos fascistas y comunistas –exactamente igual que ahora hacen los nacionalismos posmodernos– disolverían en un único molde las nociones de Pueblo y Estado. “No es el ayer, el pretérito, el haber tradicional, lo decisivo para que una nación exista. El error nace de buscar en la familia, en la comunidad nativa, previa y ancestral, en el pasado, el origen del Estado. Las naciones viven de tener un programa para el mañana”, escribirá en España Invertebrada.
El presente, en ocasiones, se parece sospechosamente al pretérito. Tenemos un ejemplo en la controversia que ha causado la decisión de la Moncloa de ordenar el desconfinamiento del coronavirus tomando la provincia como referencia territorial. Un criterio perfectamente lícito –las provincias forman parte de la administración local– que, entre otras cosas, trataba de impedir los desplazamientos masivos a posibles segundas residencias, pero que, sin embargo, ha provocado la ira (interesada) de autonomías como Euskadi y Cataluña, que postulan un marco administrativo más acorde con sus respectivas ensoñaciones.
Evidentemente, se trata de otra batalla más en la guerra que los indepedentistas in fieri –de facto no pueden serlo– libran todos los días, sin descanso, contra el malévolo y pérfido centralismo, que pretende retrotraernos al siglo XIX. Como si las convenciones territoriales –que son expresiones políticas– fueran mejores o peores en función de su antigüedad. La lógica nos dice lo contrario. En España existe una legión minoritaria que discute el concepto de nación, que unos sitúan en la Covadonga de don Pelayo y otros en el Cádiz en 1812, pero nadie tiene argumentos sólidos, más allá de los lugares comunes, en contra de la descentralización que el granadino Javier de Burgos creó en 1833 por el procedimiento –prosaico– de calcular el trayecto máximo que podía hacer un caballo desde cada una de las capitales de España.
Las provincias han durado más que las sucesivas dictaduras y constituciones: 187 años. No es poco mérito en un país que varias veces al día se cuestiona su identidad. Diríamos más: la arquitectura provincial, inequívocamente liberal, un insólito hecho de nueva planta, ha demostrado ser, en términos de cultura política, mucho más útil que el sistema –discutido y discutible– de las comunidades autónomas, cuya historia no supera las cuatro décadas. Es verdad que las diputaciones funcionan casi siempre en beneficio de los partidos que las gobiernan y actúan como una réplica institucional del viejo caciquismo, pero no se trata de una degeneración genética. Es el resultado de los males de la partitocracia. ¿Acaso no ha sucedido lo mismo en las autonomías, tan generosas en casos de nepotismo y corrupción?
La ventaja de las provincias, basadas en la tradición jacobina, antítesis de los federalistas sentimentales, es que son fácilmente reformables, cosa que no es posible –por su tamaño y los intereses en juego– con los gobiernos regionales, tan centralistas en sus respectivos territorios como el absolutismo borbónico. Quienes las identifican con el diablo estatal falsean la verdad; cuando fueron creadas, nueve de ellas tenían más población que la capital de España. No representan ningún centro, sino a todas las periferias de España. Donde los nacionalistas dicen ver el símbolo de la España decimonónica, lo que perdura es una división artificial –éste es el gran hallazgo–, igualitaria y alérgica a las tentaciones asimétricas que se disfrazan de falso progresismo o se alimentan de la manipulación cultural. La España de Javier de Burgos, quién iba a decirlo, es más barata, solvente y moderna que el cerril aldeanismo que todavía se resiste a quitarse la barretina. For sure.