En días, la calle irá siendo retomada paulatinamente por unos ciudadanos distintos a los de hace unas semanas, tanto en su apariencia, protegidos con mascarillas y guantes, como en su actitud, distantes y temerosos de ser contagiados por otros transeúntes. Un escenario distinto.
Lo que no emergerá como novedoso, al margen de la crisis sanitaria, son las grandes amenazas a nuestra convivencia. Serán las mismas de ayer, pero agravadas al límite. Así, entre otras, un número de desempleados que se disparará de tres a seis millones; un malestar social que se agravará por la mayor penuria económica y la menor confianza en el futuro; o una marginalidad de millones de ciudadanos a los que, si ayer les costaba acceder a educación y salud, sus prioridades serán, ahora, alimentación y alojamiento.
Tan cerca del precipicio vemos cómo, de simplificar la complejidad del embrollo, se nos presentan dos alternativas: la reconducción de los desequilibrios que ya veníamos padeciendo, o la explosión descontrolada de los mismos. Nada es descartable.
La reconducción, deseada por todos, pasa por el liderazgo de unos partidos políticos que asuman las circunstancias del momento: a los agravados problemas de ayer, se le añaden los efectos sanitarios, psicológicos y económicos de la pandemia.
Lamentablemente, ante una situación nueva, los partidos siguen actuando a la antigua, como si nada, con una radicalización colectiva y una destrucción del adversario que alcanza su cénit con el “conmigo, no habría tantos muertos”.
Lo certeza es que el Covid-19 nos sitúa al borde del precipicio. La duda es si la política nos salvará o nos dará el empujón definitivo.