Vamos camino, con un poco de mala suerte, de perder una estación en nuestras vidas: la primavera. Mientras el nuevo tiempo, pese al “abril lluvias mil”, anuncia la aparición de un sol tentador inaccesible, cada semana es una retahíla de despropósitos. No nos da respiro y debilita la capacidad de mantener la cabeza fría en condiciones de encierro permanente. Lidiar con la angustia y en compañía de la soledad, por relativa que sea en función de cada condición particular, es ardua tarea. Cada cual vive esta situación como mejor puede, pero con la irremediable sensación de que el Gobierno carece de un plan para facilitar el retorno a la vida pública. El problema es que, esta crisis, además de sanitaria es política. Y dura ya demasiado.
Un simple repaso a la semana pasada nos retrotrae al pasado lunes con el cabreo del Govern catalán por las 1.714.000 mascarillas enviadas a Cataluña por el Gobierno, sin que sepamos si ha sido fruto de la casualidad o si hay que darle el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia al encargado de hacer el cálculo. Y como cualquier ocasión es buena para seguir con el raca-raca, los inquilinos de la Generalitat ponen sobre la mesa la autodeterminación como elemento básico de cualquier Pacto.
El martes, VOX acusa al Gobierno de aplicar “una eutanasia feroz” y Pablo Iglesias, inasequible al desaliento, se dedica a conmemorar el aniversario de la República desde un gobierno monárquico mal que le pese. El miércoles, Moncloa anuncia contactos con los partidos y el PP se entera por la rueda de prensa del Consejo de Ministros. Ese mismo día, el CIS hace público un barómetro, realizado por vez primera de forma telefónica en lugar de presencial, que más parece un estudio para construir el relato de un régimen cesarista. El miércoles, Podemos anuncia que el jueves se presenta la Renta Mínima y el ministro José Luis Escrivá, haciendo un papelón, reconoce enterarse por la prensa.
Atrás queda la idea feliz de los hospitales llamados “arcas de Noé”. Y no habíamos acabado la semana cuando sale el Govern proponiendo la “solución semáforo” para controlar a los infectados mediante el móvil: rojo, amarillo y verde según el grado. Sin entrar en el barullo cotidiano del recuento de muertos e infectados o la retirada de mascarillas repartidas por el Gobierno al no cumplir la normativa europea ¿Alguien da más?
Lo más insufrible es la irremediable sensación de estar mal gobernados. Vivimos sin la ilusión de creer que el Gobierno tiene un plan y con la percepción de que el presidente Pedro Sánchez estuviese aquejado de un “síndrome de Estocolmo” respecto de Pablo Iglesias. Por eso asalta la duda, ya no de cómo será, sino si simplemente habrá un día después, ni cuándo llegará. Eso sí: se repite el “nada será como antes”, una idea que, por manida, acaba perdiendo cualquier valor. Las personas instaladas en las certezas absolutas acaban aplicando antiguos patrones a cualquier situación nueva. Los viejos hábitos parecen adquirir vida propia y, cuando esto pase, además de sacrificios, traerán momentos de desencanto y desesperación social. Por eso, la mejor noticia de estos días atrás ha sido el anuncio del FMI una caída del 8% del PIB español. ¿Dónde hay que firmar?
Un Gobierno no puede limitarse exclusivamente a gestionar los Presupuestos. Debe construir un proyecto ambicioso que permita pensar a futuro. Gobernar es mucho más que tener en cuenta las aportaciones de expertos y científicos, implica atender a muchas otras variables. El mañana se construye desde el presente. La inmensa mayoría de los españoles cree que es necesario un pacto, pero tres cuartas partes creen que no será posible. Da idea del nivel de confianza en la clase política. Y reclamar del Gobierno que tenga la iniciativa y ejerza el liderazgo no exime a la oposición, pero tampoco la hace culpable exclusiva del fracaso, por más que poco o nada se espere de ella. Pero si, al final de la crisis sanitaria, Gobierno y oposición han aprendido a hablar, habremos ganado mucho. Mejor aún si lo hacen en la senda del interés general compartido. Si no lo logran que se vayan “¡a la mierda!” que diría José Antonio Labordeta.
Los confinados, en condiciones de libertad limitada, poco podemos hacer. Si acaso, recurrir a la confección de listas como antídoto del aburrimiento. Umberto Eco, a raíz de una propuesta del Louvre, organizó una serie de conferencias y exposición en la pinacoteca parisina que después dio lugar a un magnífico libro, El vértigo de las listas, gran refugio para hacer comprensible el infinito que nos viene encima. Cada cual puede superar su sentimiento de impotencia recurriendo a la lista de cosas y afectos pendientes, cual la de nuevos propósitos de cada periodo navideño para el año nuevo.
Ahora podemos listar ver, compartir, saludar, abrazar, besar, hablar en persona con las personas estimadas o simplemente conocidas; pasear confiados por donde nos venga en gana; llorar o reír; sentir el viento, el sol, la lluvia, el frío o el calor; extender la vista hacia el horizonte; quebrar el silencio y disfrutar del bullicio de los niños o la cadencia de los ancianos; soportar coches, bicis o patinetes; alternar la visita al súper con librerías, cines, teatros o exposiciones; incluso disfrutar de una bocanada de CO2…
Y esperar, como decía Emilio Lledó, una solo cosa de cualquier nueva elección: la vuelta de la decencia. Nada más; y nada menos.