Comparado con la catástrofe, ¿qué importancia tiene el kitsch, que también está viviendo sus horas doradas? El kitsch es la complacencia sentimental en la imagen de uno mismo en sintonía con los estereotipos de verdad y belleza propios del gusto de la época. En Europa a ese fraude en el campo de la estética o del arte se le llama kistch, aquí tenemos el término de lo cursi, de la cursilería. En decoración, un paradigma son las figuritas de porcelana de Lladró o los óleos de Maestro Palmero, que repiten estereotipos de lo que en un momento previo fue o pudo ser auténtico, real y estimulante, pero que ahora ya son solo invitaciones a la complacencia y el pantuflismo. Toma un payaso de Picasso y uno de Lladró, y ya no necesitarás más explicaciones sobre la diferencia entre verdad y kitsch.
En el terreno del pensamiento y la opinión el kitsch sirve para enmascarar la realidad de las cosas con lo cual contribuye a aumentar la confusión y a demorar la posible confrontación de los conflictos. Así, cuando un político dice que los españoles “estamos en deuda con” el personal sanitario, o que “estamos orgullosos” de nuestro Ejército, incurre en un kitsch patriótico que sin duda le hará sentirse personalmente más bueno y representará un personaje más humano, más empático. Pero la realidad es que en vez de “parole, parole, parole” (Mina), o “words, words, words”, (“palabras… solo mentiras, señor”; Hamlet), ese personal sanitario preferiría mejores herramientas para hacer bien su trabajo o cobrarse esa deuda, en forma, por ejemplo, de paga extra.
Hoy nos abstendremos de mencionar ejemplos de la política, pródiga en ellos. Mencionaremos algunos de la prensa en relación con el confinamiento, sin decir nombres para que ninguno de los aludidos se sienta ofendido; pues no es ésa la intención de este texto, sino dar una llamada de alerta contra el kitsch.
Por ejemplo, cuando Jordi É. primero, y pocos días después el presidente de la Generalitat –el kitsch salta las ideologías, no se enquista en una de ellas-- dicen que cuando se mueren los ancianos en las residencias “se nos muere la memoria”, la frase puede parecer tierna y bonita, pero es un fraude muy molesto. En primer lugar porque la frasecita supuestamente ingeniosa desplaza la cualidad de perjudicado de las verdaderas víctimas hacia quienes no lo son: los autores de la frasecita, para empezar, y luego sus lectores, que se sienten sin duda agradecidos al poderse emocionar con su propia pérdida (¡de memoria!).
Siendo ésta cursi, encima es mentira; la desnuda y cruda verdad es que cuando fallecen esos ancianos en las residencias los que fallecen son ellos, y el drama es esa muerte a menudo solitaria, y no otra cosa. En cuanto a “nuestra memoria”, la triste verdad es que la mayor parte de las veces esos ancianos tienen la suya bastante deteriorada, ya sea por efecto de la propia edad, de la senilidad o del alzheimer, lamentables carencias que a menudo son las que determinan precisamente su ingreso en las residencias.
Como en las novelas cursis, el sentimentalismo del kitsch encuentra terreno fértil para crecer y desarrollarse en las cuitas compasivas (de boquilla) sobre los elementos más débiles de la sociedad, ancianos y niños. Cuando Dostoievski o Dickens querían emocionar al lector y no disponían de muchas páginas para irlo ablandando, en seguida ponían a una huerfanita a morirse de tuberculosis, si era posible a la intemperie, y mejor bajo una nevada, y el efecto era inmediato: páginas mojadas por las lágrimas. A ellos se les perdona ese truco de tahúr porque lo compensan con obras maestras de la literatura, pero no todos pueden decir lo mismo.
En este sentido lamento que la profesora M. L. incurra de cuatro patas en el kitsch cuando escribe su sentimental jeremiada La infancia confinada, y con ella son cursis todos los que hacen del encierro de los niños un caso más grave que el de los adolescentes, los jóvenes, los maduros o los ancianos. Mire, profesora: lo que dice usted es cursi. La crisis del coronavirus no es un plato de buen gusto para nadie; en concreto la “infancia confinada” puede pasar el confinamiento relativamente bien, o puede sentirse como en una cárcel; también la guerra puede ser un trauma para toda la vida o “las largas vacaciones del 36”: depende de las circunstancias, de la didáctica que se aplique a los niños y de la compañía en que se encuentren. Usted, que en las redes sociales se pone como ejemplo porque sigue pagando a la asistenta de su hogar aunque ésta no puede ahora venir a limpiarle la casa (como hacen tantos burgueses pero sin dar tres cuartos al pregonero) se merece, si no el Diploma a la Gran Cursilería, sí un accésit.
Otro accésit para los bocazas que piden que los demás se callen. Que cese la crítica. Que se imponga el silencio, favorable a la reflexión. P. H., progresista, siempre tan activa y combativa en prensa y en redes sociales, se queja de que “mientras la ciudad calla, las redes gritan”. Lamenta que todos opinan pero nadie escucha, todos “se repiten, se contradicen, se enredan y discuten”. “Opinan, opinan, opinan… Y solo generan ruido”... Ante tanto ruido “necesitamos espacios de silencio que nos permitan parar, nos calmen y nos ayuden a pensar”. Ya. El silencio es estupendo, desde luego, ¿quién va a estar en contra del silencio y del pensamiento? Por ahí se mete en el bolsillo a los lectores. Pero ese artículo, publicado en prensa y repicado por las redes sociales, ¿no contribuye a ampliar lo que denuncia? ¿No consiste, precisamente, en más ruido?
De su tesis, tan extraña, se deduce que se puede hablar y hacer ruido sin tasa mientras no haya un problema serio; pero cuando éste se presenta entonces lo que hay que hacer es callarse. ¿Que pasa algo grave? ¡Silencio!
En nombre de la coherencia P. H. y tantos que como ella reclaman una suspensión de la opinión y de la expresión (ajena) podrían aplicarse su propia receta y dejar de publicar mensajes y artículos mientras dure el confinamiento. Algunos se lo agradecerían, pero de verdad que la salud pública no exige tanto sacrificio: porque lo cierto es que nadie está obligado a escuchar ese “ruido” supuestamente tan dañino. Basta con desconectarse de los altavoces y ese cacareo que tanto fastidia a la hipersensible P. H. milagrosamente… se deja de oír.