Pedro Sánchez está acumulando un poder de cariz autoritario gracias a la pandemia. Ningún antecesor suyo, desde el advenimiento de la democracia, acaparó unas dosis de mando tan aplastantes y omnímodas.
El conducator de la Moncloa ha recluido en sus domicilios durante un mes y medio a los 47 millones de españoles, sin que nadie ose abrir la boca o rasgarse las vestiduras.
A la vez, ha prohibido a las empresas que despidan personal, pese al parón casi total de la economía. Ello va a desencadenar un aluvión torrencial de quiebras.
El caudillo socialista tiene el Parlamento maniatado y medio cerrado. Gobierna a golpe de decretos. Y hasta la semana pasada montaba unas infumables conferencias de prensa en las que su jefe de propaganda se dedicaba con fruición a cribar las preguntas de los periodistas y a silenciar de forma implacable a los informadores incómodos.
Por si todo eso fuera poco, en pleno descalabro del coronavirus ha untado con la bonita suma de 15 millones de euros a Mediaset y Atresmedia, oligopolios que dominan el 90% de las televisiones de alcance nacional.
Es de suponer que, así, los amos de ambos consorcios, los multimillonarios Silvio Berlusconi y la familia Lara, se sentirán más que satisfechos y no se les pasará por la cabeza la nefasta idea de fiscalizar la gestión de Sánchez con un mayor celo.
Entre los dos conglomerados mediáticos cosecharon el año pasado unos beneficios de 330 millones. No puede decirse que anden demasiado necesitados. En todo caso, queda claro que una de las máximas prioridades del régimen sanchista en este desastre sanitario sin precedentes consiste en seguir comprando a peso la adhesión inquebrantable de los medios de masas.
Sánchez ha tomado últimamente una serie de decisiones en diversos ámbitos que rozan la ilegalidad más absoluta, suponen una intromisión aberrante en la vida de los ciudadanos y entrañan una flagrante vulneración de sus derechos fundamentales.
Así, pretende someter a pruebas masivas a toda la población. Quienes den positivo en Covid-19 serían confinados manu militari durante dos semanas en polideportivos y encerrados bajo llave, al estilo de los gulags soviéticos. Para abrir boca, ya ha ordenado a los gerifaltes autonómicos que le faciliten una lista de las instalaciones disponibles.
Además, el ministerio de Asuntos Económicos liderado por Nadia Calviño publicó en el BOE una norma que autoriza al Ejecutivo para desarrollar una aplicación de teléfonos móviles.
Esta semana ya se filtró a la prensa que “estudia” obligar a todo bicho viviente a instalarla en sus celulares.
Gracias a tal dispositivo informático podrá controlar la localización geográfica de todos y cada uno de los españoles de forma permanente y exhaustiva.
El odioso Gran Hermano de George Orwell parece un juego de niños ante tamaña intrusión en la vida de las personas.
Estas resoluciones abominables se adoptan con el pretexto de que las han propuesto unos supuestos “expertos”. ¿Y quiénes son esos sabios? ¿Acaso ahora el país y la vida de los ciudadanos están dirigidos por una cuadrilla de individuos nombrados a dedo por el propio Sánchez?
El capitoste supremo está aprovechando una situación excepcional como pretexto para yugular las libertades de raíz y entrometerse en la vida de los habitantes de una forma tan asfixiante como despótica.
Merced a semejantes mimbres, el poder público amenaza con disponer de un control completo de la población. Y hiela la sangre pensar que esa prerrogativa resida en manos de unos sujetos de escasos escrúpulos como Pedro Sánchez y su acólito Pablo Iglesias, consumado populista bananero.
Este último, con su habitual verborrea desenfrenada, repite machaconamente que “de la crisis de 2008 se salió rescatando a los bancos, mientras que ahora estamos salvando a las familias”.
No se puede ofender más a la verdad con menos palabras. En 2008 no se hundió ni se reflotó ni un solo banco. En cambio, sí se fue a pique de una forma atronadora, una tras otra, la práctica totalidad de las cajas de ahorros. Solo gracias al dineral del pueblo llano inyectado a esas entidades, se preservaron los depósitos de millones de clientes, que en su inmensa mayoría eran de condición humilde.
Por cierto, las dos cajas que concentraron el grueso de las ayudas públicas habían sido gestionadas y saqueadas por esbirros procedentes de la política. Una es Caja Madrid-Bankia, donde camparon a sus anchas las marionetas del PP, del PSOE y de Izquierda Unida (partido integrado en la formación de Pablo Iglesias), amén de los sindicatos UGT y CCOO, y de la patronal madrileña CEIM.
La otra entidad es Caixa Catalunya, mangoneada desde tiempo inmemorial por el PSC-PSOE. Entre ambos tinglados, infestados de políticos y de elementos obreristas, absorbieron dos terceras partes de los más de 54.000 millones aportados a las cajas por el conjunto de los contribuyentes.
El césar monclovita larga cada semana por televisión unos soporíferos monólogos de claras reminiscencias bolivarianas. En ellos alude siempre a la pandemia en términos bélicos. Y ya es sabido que la primera víctima de las guerras es la verdad. Acaso la más clamorosa y trágica sea la cifra real de fallecidos. Los 17.000 que contabiliza la Administración a estas alturas de hoy domingo son aquellos a quienes se realizó el test y dio positivo. Pero la magnitud real de la cantidad de muertos es muy superior y debe rondar cerca del doble de esa suma, a juzgar por lo que dicen los registros y las funerarias.
El recordado politólogo italiano Giovanni Sartori dejó escrito que el totalitarismo significa el encarcelamiento de la sociedad por el Estado y la invasión de la conciencia individual por el adoctrinamiento y la propaganda. En el Gobierno colectivista del tándem Sánchez-Iglesias, cada vez más poderoso, la manipulación y las falsedades son moneda corriente. Gracias a su hegemonía apabullante sobre los órganos de comunicación, la sociedad está más desprotegida y las libertades están más amenazadas que nunca.