Después del tiempo que llevamos confinados y de la seriedad con la que los ciudadanos españoles hemos abordado esta crisis pese a los tremendos costes económicos y personales es imprescindible hacer algunas reflexiones sobre la seriedad con la que la están abordando nuestros responsables políticos. El debate del miércoles en el Congreso de los diputados en torno a la prórroga del estado de alarma no permite ser demasiado optimistas. Más allá de las acusaciones sobre la tardía y desordenada reacción del Gobierno frente a la pandemia (en línea con lo ocurrido en otros grandes países europeos como Italia, Francia o Reino Unido pero muy lejos del buen hacer de otros más pequeños a los que normalmente miramos un poco por encima del hombro como Portugal o Grecia) y del habitual cruce de descalificaciones no habido un debate en profundidad. Ni sobre las medidas para evitar en el futuro cometer errores similares, ni sobre cómo salir de esta situación ni sobre los propios límites de la actual situación del estado de alarma. No me refiero tanto a los aspectos técnico-jurídicos (entiendo que las medidas adoptadas hasta ahora sí son propias de un estado de alarma y no de un estado de excepción) sino al hecho de que podamos acostumbrarnos a un estilo de gobierno propio de situaciones excepcionales y pueden parecerse a los de una democracia iliberal.
Es indudable que la tentación del autoritarismo y del iliberalismo con la excusa de luchar más eficientemente contra la pandemia pueden ser más fuertes que nunca para gobiernos de uno y otro signo. Pero probablemente las tentaciones sean mayores para gobiernos con un sesgo populista. En la Unión Europea tenemos de nuevo los ejemplos de los gobiernos de Hungría y Polonia que se han apresurado a aprovechar la crisis para introducir cambios sustanciales que les permitirán eliminar aún más controles para perpetuarse en el poder. Ya nos han explicado Ziblatt y Levitsky que en el siglo XXI las democracias mueren más por la actuación de sus propios gobernantes que por ataques exteriores.
Por eso es muy importante estar atentos a cualquier signo de que lo que hoy se considera imprescindible por las circunstancias excepcionales que vivimos pueda aceptarse y terminar convirtiéndose en la norma o en una práctica habitual cuando termine esta situación. Ya se trate de los límites a a libertad de expresión con cualquier excusa (la de defenderse de los bulos, las fake news o simplemente las de no asustar demasiado a la sociedad) o de la actuación del gobierno por decreto-ley (práctica a la que por cierto el gobierno en funciones de Pedro Sánchez dio carta de naturaleza mucho antes del COVID-19) hay que tener muy presente que la democracia exige que se mantengan los controles al poder. Y más que nunca en situaciones de alarma: es imprescindible mantener la libertad de expresión y el control del Parlamento de la actividad legislativa del Gobierno ejercitada a través un mecanismo reservado para situaciones de extraordinaria y urgente necesidad.
Hay que insistir en esta idea: hay que reforzar más que nunca todos los mecanismos del Estado de Derecho, precisamente porque se han debilitado los controles habituales del Poder Ejecutivo y se ven gravemente limitados derechos básicos de la ciudadanía como el de libre circulación. La gravedad de la situación y la propia declaración del estado de alarma con la concentración de poder que supone en manos del Gobierno estatal suponen que las críticas no solo sean legítimas sino también imprescindibles. Y cuanto más basadas en datos y evidencia empírica y más constructivas, mejor. Ya vengan de la oposición, de los Gobiernos regionales y locales y de la propia sociedad a través de los medios de comunicación y las redes sociales.
Efectivamente, contra lo que podría parecer en una lectura simplista, la eficacia y la eficiencia en la lucha contra la crisis (primero sanitaria y después económica y social) requiere precisamente contar con mecanismos de participación y de control adecuados que puedan evitar fallos de diagnóstico, errores de gestión o derivas autoritarias para intentar imponer agendas partidistas aprovechando la situación. Es esencial conocer bien la situación de hecho para acertar, pero es evidente que el gobierno se ha visto desbordado por una crisis de proporciones enormes y para la que, como la mayoría de los gobiernos occidentales, no estaba preparado. Lo ocurrido con los datos sanitarios oficiales en España ha sido muy preocupante: no han estado disponibles o no lo han estado (ni lo están) con la fiabilidad y la rapidez que debieran. Esto probablemente es reflejo de la escasa atención que nuestros gobiernos han demostrado por políticas públicas basadas en evidencia empírica a lo largo del tiempo. Ahora estamos pagando esta negligencia.
También estamos pagando las consecuencias de la falta de cooperación entre CCAA y Estado en cuanto a gestión de la información sanitaria o en cuanto a la gestión sanitaria a secas. Bien está la descentralización de la sanidad si mejora los servicios prestados a la ciudadanía; cuando no es así como claramente ha ocurrido en esta pandemia sencillamente hay que replantearse algunas cosas. Debemos preguntarnos cual es el modelo que más beneficia a los enfermos y no el más interesa a las élites locales como ya ilustró en su momento el debate sobre la tarjeta sanitaria única. Que CCAA como Cataluña hayan intentado hacer política con la gestión de una crisis sanitaria de esta magnitud incluso a expensas de la salud de sus ciudadanos debe hacernos reflexionar.
Por último, es esencial acertar con las medidas que se adopten. Hay que ser claros: ningún gobierno ni nacional ni regional está en situación de abordar por sí solo una catástrofe como ésta. Nuestro gobierno necesitará de toda la ayuda disponible: de la Unión Europea y de otros gobiernos pero también de otros partidos políticos y de los agentes sociales, de todos los ciudadanos en suma. Es urgente que lo admitan con humildad y es urgente que se la prestemos. No sobra nadie: el que los distintos agentes tengan intereses en ocasiones contrapuestos o visiones distintas de las soluciones es precisamente la mayor riqueza de una democracia pluralista y la mayor garantía de que las medidas consensuadas gocen de mayor legitimidad. Lo que es esencial cuando suponen compartición de riesgos y sacrificios para todos.