Estos días ha circulado mucho en redes un fragmento de la intervención del líder de la oposición de centro derecha portugués, Rui Fernando de Silva Rio (PSD), en el que dirigiéndose al presidente del Gobierno luso, el socialista Antonio Costa, le dice: “Señor primer ministro, le deseo mucho coraje, nervios de acero y mucha suerte. Porque su suerte es nuestra suerte”. Desde España da mucha envidia comprobar que en el país vecino los políticos sí saben estar a la altura de la gravedad del momento. Aquí, en cambio, cuesta mucho imaginar a Pedro Sánchez diciéndole algo parecido a Mariano Rajoy en el caso de que este todavía fuese presidente del Gobierno. Y también es evidente que Pablo Casado no persigue otra cosa desde el primer día que convertir esta crisis sanitaria y socioeconómica en la tumba del Gobierno de izquierdas. Disculpar la actitud del PP como principal partido de la oposición con el argumento de que el PSOE hubiera actuado de igual o peor forma no es de recibo porque nunca antes nos hemos enfrentado a una situación tan grave, con tantos muertos y a un agudo colapso económico que nos mete de cabeza en una crisis social de devastadoras consecuencias.
Cuando se señala que ya habrá tiempo para evaluar responsabilidades y errores en la previsión de la pandemia en España, y que ahora lo urgente es remar todos juntos, evitando la guerra de señalar culpables, no se trata de anular el papel de la oposición para que acepte mansamente las decisiones del Gobierno. El estado de alarma no puede suspender la crítica democrática. Tampoco los medios de comunicación han querido aceptar lógicamente que sus preguntas fuesen filtradas y enlatadas en las ruedas de prensas de la Moncloa como ha sucedido las primeras semanas.
También los gobiernos autonómicos tienen derecho a discrepar con quien ahora ejerce el mando único en la lucha contra el coronavirus. Pero lo deben hacer desde la lealtad institucional y sin utilizar esta crisis para erosionar al Estado, contrariamente a lo que persigue el Govern de Quim Torra, cuya incompetencia en el desastre de las residencias de mayores debería ser objeto de una investigación parlamentaria.
No se trata, pues, de suprimir la crítica, las preguntas incómodas o la discrepancia, sino de censurar a los que buscan señalar culpables o, peor aún, atizar el odio como hace VOX con sus fotomontajes. En definitiva, no hay nada que permita situar el enfrentamiento partidista o territorial por encima de la lucha de todos contra el coronavirus. Y tampoco es difícil intuir que eso es además lo que la ciudadanía en general demanda.
Cuando se supere la crisis sanitaria será el momento de revisar aquello que el Gobierno de España y los autonómicos, que hasta la declaración del estado de alarma eran los responsables principales en materia sociosanitaria, hicieron mal o directamente no hicieron para prevenir la expansión de una pandemia de la que tanto la OMS como el Centro Europeo para el Control de Enfermedades habían alertado.
Solo con algo más de perspectiva temporal veremos hasta qué punto fueron negligentes y en qué proporción esos gobiernos, como la mayoría de Europa, actuaron mal aconsejados por sus expertos epidemiólogos y acabaron reflejando, como ha explicado el exministro Miguel Sebastián, “el sentimiento social de que no había que alarmarse tanto” frente a un virus del que no sabíamos nada. En ningún caso se trata de eximir a esos jefes políticos y sanitarios repartiendo la responsabilidad entre toda la sociedad, pero tampoco se puede ignorar que los gobiernos casi nunca actúan al margen de las creencias colectivas.
Entre tanto, Portugal, al que demasiadas veces ignoramos desde un complejo de superioridad que no tenemos ante Francia o Alemania, nos acaba de dar una lección de sensatez política y auténtico patriotismo con una cifra de muertos e infectados en proporción muchísimo más baja que España.