No sé si sale en el libro de Joan Ferran, El complot de los desnortados, pero le pega. No hay nada inútil, ni siquiera la inutilidad misma. En un momento en que el pensamiento ocupa el lugar de la guardarropía, la parodia es un buen lenitivo; pero para “reírse con” no para “reírse de”. Y ahí se le va la olla a Toni Albà, bufón en la corte del Rey Arturo que ha acabado en la antesala de Torra, el Misántropo de mesa camilla, gestor del espacio público desde el saloncito de té con pantuflas y boatiné.
Albà ha vuelto al regazo de Toni Soler y a las faldas de Pilar Rahola para hacerse con el vil metal de can Sanchis, porque las penas con pan son menos. Ahora que tendrá un destino muelle, espero que hable de lo que nos ha chorado el nacionalismo por el simple principio de eso podría ser mío y me lo llevo o el despreocupado “fot-me-les aquí que no tinc butxaques”. Que devuelvan lo que “han soplado” nos dice mi amigo el Confinado, brillante taumaturgo de la letra. Acuérdate Albà que el ansia de riqueza empobrece el corazón. Los ciudadanos de la isla de Utopía odiaban el oro de tal modo que lo utilizaban para hacer orinales. Mientras tanto, aquí, en la Tierra, estamos cayendo a plomo y el dinero quema en las manos. En París es más fácil comprar ahora un Patek Philippe en el boulevard de los Anticuarios que encontrar abierta la antigua librería Divan de Saint Germain. El Paseo de Gracia de Barcelona huele a jabón de manos; Santa Eulalia, Armani o Ferragano venden por catálogo.
Desde luego, con sola su presencia, Albà les pone a tono. De momento le endilga a Miquel Iceta este viaje sin venir a cuento: “Deberíais vivir confinados y protegidos el resto de vuestras vidas. Tenéis muertos a vuestras espaldas. Algunos lo habéis hecho de palabra; otros, de obra y otros por omisión … Sois Milosevic”. ¡Patapum! Está feo. Ha vuelto Albà para refocile del Club de las Españas, hijo de aquella Constitución liberal de Cadiz, cuya heroica defensora, Mariana Pineda, acabó en el paredón y fue inmortalizada en un dibujo de Goya. Y vuelve en medio de ataques de destacados referentes mediáticos del independentismo contra la gestión del Gobierno español en la crisis del coronavirus. No hay coalición que valga; no se salva ni Pablo Iglesias; a este, que antes de pactar era amigo, ahora que le den ¿no?
En una cháchara televisiva, Soler, Díaz y Rahola -Arlequín, Pantaleón y Colombina- se cabrean cuando Sanidad dice que no está probado que sirva el confinamiento total de Igualada, una medida aplicada por el Govern a raíz del brote de Covid-19 surgido en esta localidad y otras cuatro vecinas de la Conca de l'Odena.
Y Pilar salta: "¿Sabes qué, Pedro Sánchez? Iros a la mierda". Habrase visto. La Rahola de dulces folletines en las glorietas del Eixample se despeina siempre que hay disenso. ¿Qué dirán sus elegantes amigos del brunch en los hotelitos postal que infectan nuestra ciudad? Jair Domínguez no le va a la zaga y suelta que Sánchez es el “dirigente español con más muertes a su espalda”. ¡Hombre! cualquiera diría que el presidente va por ahí firmando penas capitales. Y a la vista de que las unidades de la UME desinfectan la Fira, el Puerto y el Aeropuerto, Soler tercia: ¡largáos! Pero ante tanta desazón, el mismo alcalde de Igualada, Marc Castells (JxCat), pone paz: debemos “dejar las disputas de lado”. Sí señor, educación, paciencia y ética.
¿Quién encenderá las antorchas de la mente? Los cómicos, sin ir más lejos; la comicidad con la inevitable y necesaria maldad, pero sin amenazas, nano; y menos lobos Caperucita. El humor es un arte verdaderamente humanista, porque en él se manifiestan los conflictos. La paz produce inestabilidad frente a la fuerza del humor corrosivo, una especie de despilfarro organizado, que acaba ordenando el mundo o poniendo a cada uno en su lugar, también al cómico. La irrisión es un combate creativo; pero el insulto carece de rostro humano. El final de un gag exige una mirada cómplice al público asistente, el ejercicio sublime de la distancia respecto al personaje, como hacía Molière en El tartufo, una obra de las que estrenaba en Versalles, delante de Luis XIV; es una cosa que hacen muy bien los magos y que practicaba el mismo Albà en el papel de Juan Carlos I, pero parece que un día, el personaje se comió al actor, como le ocurre a Tomás Roncero cuando habla del Real Madrid en Punto pelota.
La libertad no muerde. Lo sabe muy bien Albà, republicano de vocación, pero descendiente morganático de alguno de los reyes milenarios enterrados en la cripta de Poblet. No puede ser que el ciudadano frente al televisor se convenza de los cargos que se le imputan a un tercero, en los soliloquios del programa Està passant. La vanguardia contra el virus es la Sanidad pública; los médicos exponen su vida atendiendo a los enfermos con remedios científicos, porque hay más verdad en la tinta de un sabio que en la sangre de un mártir. Si la UME desinfecta instalaciones, lo más lógico es pensar que España nos cura, no que nos invade.
La reclusión es un buen momento para desempolvar en el desván el busto del enemigo; está junto a la lechuza, el ave de Minerva. Descubriréis que los catalanes no somos un destino común, ni tenemos enemigos en bloque. En la construcción del otro --la especialidad de Albà-- el señalado es culpable porque no es de los nuestros; recordad que a la policía de Stalin no le bastaba con detener al disidente sino que le hacía creer que era realmente culpable. El dominio de la parodia sobre la vida debería ser una fiesta de los sentidos. Por eso, exigir la sumisión desde el humor --lo que hace Albà con su gatillo fácil, fácil-- resulta imperdonable.
“Reírse de” o “amenazar a” nos acercan al absolutismo de la verdad revelada. Y cada vez que el dogma nacionalista se apodera del cómico, la comedia muere un poquito más.