Vivíamos irresponsablemente tranquilos y seguros hasta a apenas hace unos días, hasta el último momento. La mayoría no conocimos una guerra, ni una situación de penuria, ni un acusado temor a lo desconocido, asidos a las certezas aunque fueran como un clavo ardiendo. De repente, se nos ha quebrado la felicidad. Las guerras tenían la ventaja de que el enemigo estaba siempre bien definido, era claro y conocido. Ahora, nos ha invadido el enemigo invisible e ignoto y se ha puesto todo patas arriba. De súbito, empezamos a ser conscientes de la gran fragilidad de la naturaleza humana, de que somos débiles y vulnerables.

Probablemente, dentro de unas semanas nada será como hasta ahora. De hecho, ya no lo es. Cambiarán los hábitos y apenas quedarán certezas, si es que finalmente queda alguna. Nos cambiará hasta el sentido del tiempo y su valor, encerrados en las casas por una urgencia que fluctúa entre la solidaridad hacia los otros y el miedo a lo desconocido, en una conjugación muy compleja de lo individual y lo colectivo.

Han cambiado el paisaje y las ciudades, en donde se concentra la mayor parte de la población, por el confinamiento. Somos urbanitas que no pueden salir a las calles. Salvo que se disponga de un perro como salvoconducto. Desconozco si sirven también los gatos, pero el ruido ha mutado en silencio claustrofóbico para muchos: sin el griterío de los niños, el bullicio de bares y terrazas, el barullo de coches o motos, sin futbol ni espectáculos de tipo alguno, establecimientos cerrados…

Por mutar, hasta mutará la dieta de muchos, con riesgo incluso de aumento del colesterol en vena y de obesidad por sedentarismo. Saber que tenemos más de diez mil papilas gustativas, sirve ahora de poco: cada cual se apañará como buenamente pueda, porque lo importante será pasar la cuarentena. También podían haberse dejado abiertas las librerías, además de estancos y peluquerías, para poder acudir en busca de alimento espiritual.

La eventual capacidad de gestionar el riesgo ha dado paso a la necesidad de administrar de forma individual la cotidianidad del aislamiento, cada uno en su casa. La tarea no es fácil, en especial si hay niños y/o adolescentes. En general, se había perdido la capacidad de convivir en el domicilio, un lugar configurado básicamente como espacio poco más que para compartir el sueño o ver la televisión en plena ceremonia de la incomunicación.

Gestionar la convivencia tiene siempre sus dificultades. Puede que dentro de meses asistamos a un boom demográfico, pero también a un probable incremento de divorcios, separaciones o rupturas familiares de muy diversa índole. Es lo que tiene la alteración de lo rutinario: transforma los parámetros de convivencia.

Vivíamos también tan ricamente confortables, alimentando el pensamiento utópico y creyendo que algún día podríamos llegar a la socialización de la riqueza. Sin embargo, nos fundirá la distopía: podemos terminar haciendo un prorrateo de la pobreza. Arthur Koestler dijo que “nada es más triste que la muerte de una ilusión”.

En este presente, todo es incierto y se generaliza cierta sensación de poder perderlo todo. Transmitir seguridad a una población atemorizada sanitariamente es casi más fácil que paliar su inquietud por el impacto social de una crisis como la actual que puede transformar en broma pesada la de 2008.

Recetas, opiniones y demás fórmulas mágicas no faltarán. Pero es difícil imaginar cual o cómo será el programa económico que palie este desastre. De una u otra forma, aquí palmaremos todos; pero en una coyuntura como la actual, siempre sale perjudicado el más débil. La teoría de la selección y supervivencia de las especies nos enseñó que sobrevive quien mejor se adapta a la realidad. Hará falta un gran esfuerzo de imaginación por parte de los gobernantes para adoptar medidas eficaces a todos los niveles. La experiencia no nos ayuda a ser especialmente optimistas y superar la idea de que no saben qué pasa ni qué hacer.

Preocupación, tristeza y congoja son sustantivos del momento. La teoría de los noventa de “más sociedad, menos Estado” está hecha trizas. Tal vez sea preciso recuperar Fuenteovejuna para entender que es preciso ir “todos a una”. No parece el momento más indicado para sacar tajada política y de acusar a Pedro Sánchez de “negligencia dolosa” como hizo Pablo Casado en la noche del sábado, por más que el Presidente del Gobierno no se pusiera al frente del comité de emergencia sanitaria hasta principios de la semana pasada o que tardase tanto tiempo en decretar el estado de alarma.

En la recuperación del Estado protector, hasta Quim Torra exige medidas urgentes, eso sí, reclamando el cese de toda actividad no imprescindible. ¡A saber qué entiende por eso!

Mañana, vuelve a reunirse el consejo de ministros. Ya lo hizo el sábado durante siete largas horas. Habrá que ver si el Presidente hace cuarentena, dado el positivo de su esposa, o se la pasa por el forro como su vicepresidente. ¡Dando ejemplo! En fin, veremos si en esta ocasión se filtran apuntes sobre la deliberación, hecho más grave que la circunstancia misma de que exista “un debate enriquecedor” entre los socios de la coalición gubernamental.

Si realmente no se adoptan medidas de choque, comprarse un escapulario será mejor que ponerse una mascarilla.

¡Amigos, feliz cuarentena!