Hoy, la única prioridad es no dimensionar la epidemia y frenar su avance descontrolado, un objetivo al que podemos contribuir los ciudadanos desde la confianza en las autoridades y la escrupulosidad en seguir sus recomendaciones.
Tiempo habrá para valorar lo que estamos viviendo, que resulta un extraordinario paradigma de las contradicciones y fragilidades, cuando no profundas estupideces, de una globalización acelerada y de un mundo que se ha ido construyendo a partir de lecturas muy simples de la condición humana, y de entender la economía a partir de formulaciones matemáticas.
Aunque no sea el momento, no puedo evitar el compartir con mis lectores la indignación que me surge al pensar cómo los profesionales de la sanidad, a los que ahora todos miramos para evitar la tragedia sanitaria y económica, perciben unos salarios muy ajustados, cuando no insuficientes, y vienen trabajando, de hace tiempo, en unas condiciones muy mejorables.
En las últimas décadas, el discurso dominante ha venido a menospreciar sistemáticamente lo público, en favor de la privatización generalizada. Y el prestigio tradicional del médico, profesor o catedrático, a los que se ha venido a considerar como “funcionarios” en la peor de sus acepciones, se ha trasladado a quien acapara riqueza. Pero, además, las condiciones laborales del profesional de la salud en el sistema sanitario privado son aún peores que en el sector público.
Un ejemplo contundente de esas dinámicas incomprensibles es que inversores financieros hayan alcanzado plusvalías multimillonarias, en grupos hospitalarios soportados en médicos que, tras cerca de diez años de carrera exigente y en régimen de autónomos, perciben poco más de 10 euros por acto médico.
No es de extrañar que nos pase lo que nos pase. Y lo que nos puede pasar.