Este 8 de marzo de 2020 celebramos una vez más el día de la mujer con grandes manifestaciones y convocatorias de las que nadie debe de sentirse excluido. De ahí la necesidad de evitar una nueva guerra-contienda cultural o identitaria poniéndole adjetivos a los movimientos feministas en este día. Es muy legítimo que haya personas que militen en movimientos feministas anticapitalistas o en movimientos feministas liberales pasando por todos los pasos intermedios, pero el 8 de marzo debe de ser un movimiento transversal en el que no sobre ni falte nadie.
No podemos convertir una de las mayores conquistas civilizatorias a las que aspiramos los seres humanos, la de la igualdad jurídica pero también la igualdad real y efectiva entre hombres y mujeres en una guerrilla cultural más porque corremos el riesgo de perder mucho más de lo que podríamos ganar.
Que es mucho, aunque el progreso haya sido muy lento y haya requerido –como cualquier movimiento de resistencia frente a lo establecido, en este caso la hegemonía masculina-- muchos esfuerzos, muchos sacrificios y mucha constancia. Sobre todo por parte de muchas mujeres pero también de algunos pocos hombres excepcionales que estaban dispuestos a renunciar a sus muchos privilegios por el hecho de serlo.
Puesto que hoy sin duda recordaremos a muchas pioneras y luchadoras --con todo el merecimiento pues sin ellas sencillamente no habríamos llegado hasta aquí-- voy a mencionar a dos de ellos, que estarían dichosos si se asomaran al túnel del tiempo y pudieran ver lo que hemos conseguido. Me gustaría pensar que ellos también serian bienvenidos en el 8M.
En primer lugar, John Stuart Mill que puso las bases intelectuales del movimiento sufragista (junto a su mujer, la formidable MsTaylor) en su libro La sujeción de la mujer en 1869 y que defendió en el Parlamento británico el voto femenino. Tuvo que soportar todo tipo de burlas y de humillaciones por parte de sus compañeros cuando intentó cambiar en la norma electoral “hombre” por “persona” lo que hubiera permitido votar a las mujeres en las mismas condiciones que los hombres (recordemos que tampoco existía entonces el sufragio universal masculino).
Del lenguaje inclusivo a la revolución del sufragio universal masculino y femenino que no llegaría hasta 1918 y que él no llegó a ver. En segundo lugar, Benito Pérez Galdós, del que celebramos este año precisamente su centenario.
De entre los muchos personajes femeninos de sus novelas destacaría a Tristana, la chica que quiere ser tan libre como un hombre para lo que tiene claro que necesitaría tener una profesión y no depender económicamente de nadie: “Si nos hiciéramos médicas, abogadas, siquiera boticarias o escribanas, ya que no ministras y senadoras…”.
En los dos casos el lenguaje es fundamental, porque pensamos y nos pensamos con él. Cuando yo ingresé en el año 1988 en el Cuerpo de Abogados del Estado yo no decía que era abogada, como hubiera querido Tristana: decía que era “abogado”. Otras mujeres de mi generación habrán tenido la misma experiencia, la de usar inconscientemente el masculino para conseguir que te tomaran en serio. Usar el femenino era, de alguna forma, devaluar lo que habías alcanzado. Por supuesto el masculino no te ahorraba la lista casi interminable de lo que ahora se denominan micromachismos que tenías que soportar y que entonces ni siquiera identificabas.
Pero, al menos, te hacía sentir parte del grupo. El problema es que el lenguaje masculino acentúa el denominado “síndrome del impostor” por el que las mujeres nos exijamos mucho más a nosotras mismas para considerarnos a la altura de nuestros compañeros varones. No aspiras a ser una abogada, una médica, una jueza, una notaria, una arquitecta o una diputada: aspiras al concepto ideal del abogado, el juez, el médico, el arquitecto o el diputado. Que es inalcanzable y además es masculino.
Por eso es importante que cambiemos el lenguaje aunque a veces pueda llegar a ser una lata. Pero al menos los “todos y todas” tienen la virtualidad de poner de relieve que el plural masculino no es que resulte muy inclusivo que digamos. Pero es que, además, se puede utilizar perfectamente un lenguaje inclusivo sin que resulte farragoso, como he intentado demostrar en el primer párrafo de este artículo ¿Por qué no utilizar el ser humano en vez del hombre?
¿Por qué no utilizar de vez en cuando el femenino plural como inclusivo? Si siempre vamos a las reuniones de los colegios más mujeres que hombres ¿no sería más razonable utilizar el femenino plural? ¿Por qué no alterar como ya hacen muchos textos anglosajones el pronombre femenino con el masculino cuando hablamos de un directivo, un ejecutivo, un presidente, un profesional en abstracto? En definitiva, en esta aspiración de conseguir una igualdad real y efectiva entre hombres y mujeres en la que tanto queda por conseguir la batalla del lenguaje no es la menor.
En definitiva, en esta lucha --y en estas manifestaciones-- no sobra nadie porque es mucho lo que nos falta todavía. Nos esperan, entre otras cosas, la brecha salarial de género, la conciliación de la vida personal y familiar, la lucha contra los sesgos, la necesidad de contar con referentes femeninos en todos los ámbitos para que las niñas y las jóvenes puedan ser lo que la Tristana de Galdós y la Ms Taylor de Stuart Mill no pudieron: libres.