Vivimos tiempos en los que se confunde el político con buena oratoria con el charlatán embaucador. Son tropel los políticos que hablan mucho y sin sustancia, son legión los tertulianos que hablan con excesiva locuacidad. Hay una diferencia notoria entre ellos: los segundos entretienen, los primeros engatusan.
La historia está llena de charlatanes, y como tales han sido conocidos y tratados. Los más peligrosos eran que los decían tener línea directa con los más poderosos, con su incontinencia verbal obnubilaban a los más ambiciosos e incautos y, de paso, amasaban pingües beneficios. Ese fue el caso de un tal Turino que se paseaba por las calles de Roma vendiendo su capacidad de influir hasta en el mismísimo emperador, el joven Alejandro Severo (s. III). Al final fue detenido y condenado a la hoguera con leña verde, mientras el pregonero voceaba: “Muere en el humo quien humo vendía”.
El escándalo de grandes y extendidas estafas podía sentenciar a los charlatanes, pero si no sobrepasaban esos límites la sociedad convivía y aceptaba a este tipo de individuos que hasta hace poco aparecían por nuestras calles. Los mayores del lugar aún podrán recordar aquellos charlatanes que llegaban con un camión pequeño y ofrecían un juego de sábanas, señora, a un precio que no se podía rechazar, y a continuación aseguraban que comprando dos te rebajaban una manta a la mitad, y, señora, caballero, comprando las sábanas y la manta regalaban unos afilados cuchillos de cocina y, por si poco parecía, aquí tiene señora, una figurita que decía ser de porcelana llegada de la China.
Las visitas de estos locuaces vendedores abundaban en época de ferias y fiestas. Relataba Eduardo Galeano en Espejos. Una historia casi universal (2008) que, siglos atrás, en los carnavales venecianos proliferaban, llegados de todas partes, “saltimbanquis, músicos, teatreros, titiriteros, putas, magos, adivinos y mercaderes que ofrecían el filtro del amor, la pócima de la fortuna y el elixir de la larga vida”. Y, entre todos estos parlanchines, los más divertidos eran los que acompañaban a los sacamuelas. A ellos atribuía Galeano la “Fundación de la anestesia”: “No les daban adormidera, ni mandrágora, ni opio: les daban chistes y piruetas. Y tan milagrosas eran sus gracias, que el dolor se olvidaba de doler”.
La logorrea de nuestros líderes no es un trastorno del lenguaje sino de la misma política que, de manera tan irresponsable, practican día tras día mientras confunden feria con dialéctica. Convencidos que su verborragia adormece al militante y a cualquier simpatizante o votante incauto, Sánchez, Casado, Arrimadas o Iglesias hablan y hablan sin parar. Caso aparte y más peligroso son los ultras Abascal, Junqueras o Puigdemont, charlatanes menos locuaces, pero mucho más embaucadores, administradores del peligroso y nacionalista veneno de la identidad.
Cuánto daño está haciendo a nuestra democracia el discurso logorreico e insustancial, huero y colmado de falsas promesas. Quizás no todo esté perdido, sobre todo si los ciudadanos son capaces de identificar al charlatán y aplicarle por higiene mental un conocido remedio aristotélico. Cuentan que un día un parlachín hablaba con Aristóteles, y como éste no decía nada ante su larguísima e insolente perorata, le preguntó si le molestaban sus palabras, y el filósofo griego respondió: “No, no, ni mucho menos. Hace ya un buen rato que dejé de escucharle”.