El salario mínimo es una medida social que tiene importantes repercusiones económicas. Unas características que vienen definidas por su principal objetivo: proporcionar a todos los asalariados una retribución que les permita vivir dignamente. No obstante, su existencia, por sí misma, no garantiza el cumplimiento de su primordial propósito.
Un importe muy reducido impide a muchos trabajadores cubrir sus necesidades básicas, a pesar de tener un empleo a tiempo completo. Una cuantía muy elevada tampoco es la panacea, pues puede aumentar en gran medida el número de parados y las personas obligadas a trabajar en la economía sumergida, si las prestaciones de desempleo no son generosas y duraderas. Dos grupos de individuos que difícilmente disfrutarán de un aceptable nivel de vida.
Si un país posee una mano de obra escasamente cualificada, los procesos productivos están poco automatizados y las manufacturas fabricadas son completamente estándar, sus trabajadores tendrán una baja productividad. En este caso, aunque la legislación laboral obligue a establecerlo, una sustancial parte de la población será pobre, pues el poder adquisitivo proporcionado por el salario mínimo será reducido.
Por el contrario, dicho salario puede desarrollar una importante función en las naciones donde la principal causa de pobreza no es una baja productividad media de los asalariados, sino una distribución de la renta más desigual. En las últimas décadas, es lo que ha sucedido en numerosos países occidentales.
Una tendencia favorecida por el dispar acceso de la población a las nuevas tecnologías, la mayor libertad de movimientos de capital, una fiscalidad que prima la imposición indirecta sobre la directa y la progresiva desindicalización de los trabajadores.
El salario mínimo reduce la desigualdad mediante dos mecanismos: la fijación de un suelo a la retribución percibida en la economía oficial y el denominado efecto arrastre. Por regla general, éste hace que haya una importante correlación entre sus subidas y las obtenidas por funcionarios y asalariados del sector privado. Si aquél sube, es casi imposible que los demás bajen. No obstante, los de los dos últimos colectivos suelen aumentar en una menor magnitud.
Así pues, el indicado salario puede constituir un dique de contención a la disminución de la participación de las remuneraciones de los trabajadores en la renta nacional y el aumento de los beneficios empresariales.
A pesar de ello, su inexistencia no necesariamente implica que un país tenga una elevada desigualdad en la distribución de la renta, ni un menor salario medio ni un mayor número de pobres. Entre los 28 países que forman parte de la Unión Europea, solo 6 no lo poseen: Dinamarca, Suecia, Finlandia, Austria, Italia y Chipre. Los cuatro primeros destacan por lo contrario de lo indicado.
En estos últimos, la retribución media de los trabajadores se sitúa claramente por encima de la media europea, la desigualdad en la distribución de la renta es más baja y existe una Administración que tiene muchos medios para reducir la pobreza. Las claves de su éxito son una gran productividad, una elevada presión fiscal y una legislación que protege la posición de los sindicatos en las negociaciones laborales.
Desde mi perspectiva, el salario mínimo anual no debería ser establecido en base a razones de índole política, sino a través de un acuerdo entre los representantes de los empresarios y los trabajadores. El gobierno tendría que estar obligado a asumir la cifra resultante. No obstante, si aquéllos no son capaces de llegar a un consenso sobre su importe, el ejecutivo sería quien decidiría de manera unilateral su cuantía.
El anterior protocolo generalmente no se ha seguido en España. En bastantes ocasiones, el gobierno de turno ha oído a las organizaciones empresariales y sindicales más representativas, pero no las ha escuchado. Debido a ello, las subidas que ha experimentado han respondido más a motivos ideológicos o de oportunidad política que a los laborales.
Dichas razones son las que explican que, en una etapa de gran bonanza macroeconómica, los gobiernos de Aznar redujeran en un 5,3% el poder adquisitivo del salario mínimo. También que entre 2008 y 2011, un período de crisis, los de Zapatero lo aumentaran en un 4,3%.
En definitiva, la existencia de dicho salario está justificada porque un mercado de trabajo, basado exclusivamente en la oferta y la demanda, es incapaz de asegurar un nivel de vida digno a los trabajadores laboralmente menos capacitados. La confluencia de ambas asegura una tasa de paro prácticamente nula, pero también un salario medio extremadamente variable y desigual. Una característica, esta última, que se agudiza en los períodos recesivos.
Para proteger a los trabajadores, pero especialmente a los más vulnerables, la Administración debe fijar un salario mínimo. No obstante, no lo debe hacer en base a motivos políticos o ideológicos, sino principalmente de coyuntura de mercado laboral. Por dicha razón, creo esencial que quiénes lo determinen, mediante la negociación colectiva, deben ser las patronales y los sindicatos.
La fijación de dicho salario puede convertirse en un gran instrumento para ganar votos y hacer políticas populistas. No es el caso actual de España, aunque sí ha sido muchas veces el de numerosos países de América Latina. La subida de 900 a 950 euros constituye un éxito tanto en la forma como en el fondo.