Aunque el recuerdo del ciego adivino Tiresias ha quedado asociado de manera automática a la figura de Edipo, no es menos interesante el motivo de su ceguera, para la que existen distintas versiones. En la ofrecida por Ovidio en sus Metamorfosis, el joven Tiresias se tropieza con dos serpientes apareándose y las separa matando de un golpe de bastón a la hembra. La diosa Hera, enfurecida, lo castiga y lo convierte en mujer y como tal permanece durante siete años e incluso llega a casarse y tener una hija. Un año después vuelve a encontrarse con idéntica escena, aunque, en esta ocasión, deja tranquilos a los reptiles y Hera como premio le devuelve su naturaleza masculina original. Nos encontramos entonces con un ser humano que había experimentado el placer como hombre y como mujer y por ello parecía el más adecuado para resolver la disputa que en el Olimpo mantenían Zeus y Hera acerca de quién obtenía más placer del acto sexual. El padre de los dioses sostenía que era la mujer y su esposa lo contrario. Tiresias admitió que las mujeres obtenían diez veces más placer que los hombres y dio la razón a Zeus. Hera, ofendida, lo deja ciego y Zeus en compensación le concede el don de la clarividencia.
Ovidio ofrece respuesta a una cuestión que no nos resulta ajena y nos deja entrever que se admitía el orgasmo como una reacción común a hombres y mujeres, con independencia de la interpretación ofrecida en el mundo antiguo sobre las distintas cualidades e intensidad del orgasmo masculino y femenino. El clímax alcanzado durante el coito se consideraba como un placer de una violencia extrema, semejante a un ataque de epilepsia, un perturbador estremecimiento que agitaba todo el cuerpo y entrecortaba la respiración. Desde una perspectiva clínica, la medicina griega y romana mostró además cierto interés por el orgasmo femenino porque servía de prueba diagnóstica que confirmaba la concepción y el éxito de la unión sexual, cuyo fin último era garantizar la descendencia de la pareja.
Por ese motivo, se pensaba que las mujeres forzadas contra su voluntad a practicar sexo eran estériles mientras que las enamoradas concebían con facilidad. Aecio de Amidas (502-572 d.C.), médico del emperador Justiniano, interpretaba el estremecimiento de la mujer durante el orgasmo como signo de embarazo seguro. Ese temblor era la señal de que la matriz se había cerrado justo en el momento adecuado tras recibir el semen. Por lo tanto, y para garantizar la anhelada fecundación, el encuentro sexual debía ser consentido de buen grado por la mujer y además esta tenía que alcanzar el clímax y participar activamente en su consecución, concentrándose mentalmente en alcanzar el orgasmo con imágenes y emociones que tuvieran como único protagonista y objeto de deseo su marido. La prueba de que se había producido una unión placentera sería un retoño que se parecería a ambos padres pues si la mujer durante el coito había llegado al placer evocando imágenes y emociones sentidas con su amante, evidentemente el niño mostraría parecido con el adúltero.
Según recogen los tratados de médicos como Sorano o Galeno, la matriz se cerraba inmediatamente después del orgasmo de la mujer y por ello era esencial lograr el ritmo correcto del coito pues si la mujer estaba demasiado excitada antes de que comenzara la relación, llegaría al orgasmo demasiado pronto y, en consecuencia, la matriz acabaría cerrada antes de la eyaculación y no quedaría embarazada. La fecundación también fracasaba si, al contrario, el hombre eyaculaba rápidamente antes de que la mujer hubiera llegado al orgasmo, pues el semen depositado acababa extinguiendo “al mismo tiempo el calor y el placer de la mujer” como el agua fría atempera el agua hirviendo. Aristóteles explicaba la esterilidad como resultado de un ritmo desacompasado y, de hecho, una pareja estéril podía ser fértil si encontraba una compañía adecuada que supiera mantener el ritmo deseado para garantizar el éxito de la cópula.
Podemos adivinar en este desarrollo un mito perpetuado en la sexualidad occidental hasta nuestros días: el orgasmo simultáneo de la pareja, garantía para conseguir la anhelada descendencia. Hipócrates comparaba esta sincronía del placer con el fuego avivado al rociarlo con vino: era entonces cuando el calor de la mujer era más ardiente por la acción del esperma, la matriz se cerraba y la combinación de las semillas de los progenitores quedaban a salvo en su interior y terminaban generando una nueva vida.
Evidentemente se reconocía en los genitales la zona erógena que debía ser estimulada en primer lugar, de manera real o imaginaria en sueños, y la que reaccionaba de inmediato a la excitación, algo lógico según Galeno por la cantidad de terminaciones nerviosas de los órganos sexuales. Se consideraba la penetración la mejor forma de alcanzar el clímax de la mujer y ya en el Medievo el médico Avicena advertía que la mujer podía quedar insatisfecha con un pene pequeño y la consecuencia nefasta no solo era la falta de fertilidad sino que para quedar complacida terminara por acudir “al tocamiento con otras mujeres para concluir entre ellas la plenitud de sus placeres”.
Pero la medicina antigua reconocía también el acto sexual como algo que iba más allá de lo puramente genital, pues, aunque era en esta zona desde donde se iniciaba el placer, este se propagaba por todo el organismo a través de los vasos sanguíneos provocando un movimiento cada vez más violento y un calor estremecedor que inundaba por completo a los amantes. Según Hipócrates, el espíritu vital se precipitaba por las venas transformando la sangre en semen, esa espuma blanca que, desbordante, era retenida por la matriz convenientemente estimulada y receptiva. Los genitales no eran entonces más que meros canales que permitían liberar las sustancias generadas y era el cuerpo entero el que quedaba inundado de placer y participaba al unísono en el acto de la generación.
Estos principios todavía seguían vivos en uno de los manuales de obstetricia más difundidos en Europa desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII Aristotle’s Master Piece, y en él se insistía en que sin el orgasmo “el bello sexo, ni desearía el abrazo nupcial, ni obtendría placer en él, ni concebiría”. Ya en el s. XIX comprobamos el cambio de paradigma: la mujer no necesita sentir placer alguno y mucho menos alcanzar el clímax para concebir y se asienta un tópico aun no desterrado que hace a los hombres propensos al sexo mientras las mujeres solo buscan relaciones. Las máximas de la medicina antigua que reivindicaban la necesidad del clímax femenino quedaron subvertidas, al mantenerse que la mujer podía desarrollar su etapa reproductiva con una absoluta ausencia de placer y en estado de anorgasmia.