En política, como en el deporte y como casi todo en la vida, tan importante es saber perder como saber ganar. Al menos en un Estado democrático de derecho, y España lo es desde hace ya más de cuarenta y un años, por mucho que algunos se empecinen en negarlo o cuestionarlo, y otros se resistan aún a aceptarlo. Superado al fin el bloqueo institucional y político en el que hemos vivido durante tantos meses, parece que ha llegado para todos la hora del retorno a la normalidad. Nos conviene a todos un “reset”, como ha escrito mi buen amigo Joan Ferran.
Cualquier regreso a la normalidad, cualquier “reset”, implica que unos y otros asuman la nueva situación institucional y política. Una situación hasta cierto punto insólita, porque esta investidura presidencial de Pedro Sánchez nos trae novedades sustanciales: el primer Gobierno de España basado en una coalición desde el restablecimiento de la democracia en nuestro país, una coalición entre dos partidos progresistas y de izquierdas que ha accedido al poder con apoyos parlamentarios activos y pasivos, que no le garantizan estabilidad y que tiene enfrente a tres formaciones de derechas que compiten entre sí en radicalidad y a las que han sumado sus votos desde secesionistas conservadores de toda la vida, separatistas antisistema y varios pequeños grupos regionalistas de tintes asimismo conservadores.
Este es el panorama. Guste o no, agrade más o menos a cada cual, la nueva situación institucional y política de España es esta. A la postre ésta ha sido la aplicación de los resultados que el conjunto de la ciudadanía de nuestro país dictaminaron en las últimas elecciones legislativas; unos resultados con pocas diferencias con los anteriores comicios generales, muy parecidos también a las otras tres elecciones celebradas durante el año pasado, autonómicas, locales y europeas. La concreción práctica de estos resultados hubiese podido ser otra: la de un gobierno monocolor socialista con apoyos activos o pasivos parecidos o muy distintos a los actuales, e incluso posibles gobiernos de coalición con otras formaciones políticas de signo muy diferente. La realidad final es la que es y a todos les corresponde aceptarla con todas las consecuencias, asumiendo los unos su derrota ya inapelable y administrando los otros su triunfo.
Visto, oído y sobre todo padecido el vergonzoso espectáculo que ha tenido lugar durante e incluso después del aún tan reciente debate de investidura -sin duda el más bronco de nuestra reciente historia parlamentaria-, este regreso a la normalidad no parece nada fácil. Los perdedores parecen empeñados en echarse al monte -tal vez por aquello de la famosa Montaña de la Asamblea Legislativa Francesa de 1791, integrada por la bancada jacobina más radical-, hasta el punto de negar legitimidad democrática a Pedro Sánchez como presidente, y por ende también a su nuevo Gobierno. Con esta negación de legitimidad democrática, los perdedores se sitúan prácticamente extramuros del sistema; en ello coinciden con los separatistas más conservadores y con los secesionistas que se proclaman antisistema, aunque unos y otros se nieguen a asumir una coincidencia tan evidente como extraña.
Ha habido, antes, durante y también después de este debate de investidura, demasiados excesos verbales. En especial por parte de los portavoces de las tres derechas ultranacionalistas españolas y sus diversas franquicias regionales o locales. Demasiados exabruptos, insultos, injurias, calumnias, difamaciones, ataques personales y descalificaciones de todo tipo. No han sido solo alguna que otra descortesía parlamentaria, ni tampoco alguna que otra falta contra la más elemental norma de educación. Todo ha sido todo mucho más grave y preocupante, porque en toda nuestra reciente historia democrática -esto es, de 1977 o 1978 hasta ahora- nunca se habían traspasado los límites como ha ocurrido en estas circunstancias. El retorno al uso y abuso incesante de todo género de apelaciones guerracivilistas, la simple desligitimación democrática de formaciones políticas plenamente legales, la pura descalificación de partidos por su adscripción ideológica, son elementos que definen una deriva peligrosa, por lo que tiene de excluyente y totalitaria, por parte de algunas formaciones políticas que parecen haberse contagiado del nacionalpopulismo que se extiende por gran parte del mundo.
Aunque haya habido algún que otro exceso verbal por parte de alguno de los socios pasivos de la investidura presidencial de Pedro Sánchez, en cualquier caso ha sido muy menor, poco menos que anecdótico. Ninguno de los partidos que configuran los apoyos básicos del nuevo gobierno de coalición -en primer lugar PSOE y UP, pero también PNV, +P, NC, TE, BNG...- ha recurrido a ningún tipo de exceso ni antes, ni durante ni tampoco después del triunfo de la investidura. Hubo, como es muy lógico, manifestaciones de alegría y júbilo, felicitaciones y expresiones variadas de satisfacción. Lo más natural cuando, como el propio rey Felipe VI le comentó a Pedro Sánchez tras su promesa del cargo, aludiendo al difícil y laborioso “parto” de esta investidura, “ha sido rápido, simple y sin dolor”, con el añadido de “el dolor vendrá después”, a lo que el de nuevo presidente respondió con humor: “Ocho meses para diez segundos”.
Los vencedores han sabido ganar. Ahora deberán convencernos del acierto de su triunfo, legítimo, legal y profundamente democrático. Los perdedores deben asumir de una vez su derrota, también legítima, legal y profundamente democrática. A unos y a otros les conviene -nos conviene- un “reset”, el regreso a la normalidad. Como dicen algunos, pasar de pantalla. O abrir un nuevo libro.