Cicerón, el orador más famoso de Roma, fue asesinado con sesenta y cuatro años. Una edad más que afortunada si tenemos en cuenta que su época fue una sucesión de interminables guerras, conspiraciones y dulces envenenamientos. Riesgos perfectamente verosímiles para un hombre como él, presente en todas las batallas de un tiempo que vivió el tránsito --sangriento-- desde el sistema republicano a la dictadura imperial. Cuando Julio César alcanzó el poder supremo, Cicerón vivía ya el otoño (cruel) de su existencia: su protagonismo político menguaba; su vida privada se derrumbaba. En estos años postreros decidió divorciarse de su esposa --después de tres décadas de convivencia-- y la sustituyó por una joven patricia, pero el romance no vio el amanecer una vez transcurrido el primer semestre.
Los achaques crecían y las muertes ajenas le perseguían: vio morir a una hija y, más tarde, a un nieto. Desde su escaño en el Senado, el día de los idus de marzo, tuvo el privilegio de contemplar cómo Bruto hundía su puñal en el pecho de César. En esto consiste envejecer: en ver cómo mueren los demás sabiendo que, más pronto que tarde, también te llegará el turno. El anciano orador, durante la incierta espera, aún tendría tiempo de dedicar a Marco Antonio el vituperio más grande de los tiempos antiguos: las Filípicas. Estos discursos le costaron la vida: después de pronunciarlos, dos sicarios lo asesinaron mientras sus siervos lo trasladaban en una litera. Le cortaron la cabeza y las dos manos. Ambas fueron expuestas en la tribuna de los Rostra, en el Foro, desde donde tantas veces se había dirigido a la multitud.
Dos años antes, Cicerón todavía veía la vida con optimismo: había compuesto De Senectute, un diálogo idealista donde filosofaba sobre cómo debemos enfrentarnos a la incierta etapa terminal de nuestra vida. La tesis del libro es que la vejez no es miserable; quienes la viven así sólo son los ancianos que no aceptan el paso del tiempo.“Envejecer es honorable si uno no es dependiente de nadie y se gobierna a sí mismo hasta el último aliento”, escribe el prócer. Un argumento sabio. El problema surge cuando el destino no nos ofrece este regalo.
Inmersos en el interminable culebrón de la investidura, cuando la agenda política lleva años monopolizada únicamente por el desafío nacionalista en Cataluña, en mitad de la zozobra del sempiterno conflicto territorial, mientras algunos todavía se preguntan cuántas naciones hay en España, un reciente estudio oficial muestra --con datos-- que la famosa Ley de Dependencia, aquel tercer pilar del Estado del Bienestar, como la denominó Zapatero, es una perfecta estafa. Trece años después de su promulgación, su aplicación es asimétrica y caprichosa. En España tenemos ahora mismo 1,3 millones de ancianos dependientes y, según la teoría de Cicerón, condenados a una vejez miserable. De ellos, 265.811 no reciben ningún tipo de ayuda --ni asistencial ni económica-- a pesar de carecer de cualquier autogobierno sobre su persona.
El panorama es dramático en Andalucía, Cataluña, Extremadura o La Rioja, las regiones con más listas de espera. En el sur, más de 74.000 ancianos esperan recibir servicios sociales que necesitan con urgencia. En Cataluña la cifra es superior: 75.288 personas. En el último año, Torra sólo redujo esta lista en 811 personas. Estaba ocupado con los CDR. La Andalucía socialista mantuvo lustros en el limbo de las estadísticas a 35.000 ancianos para camuflar la incapacidad de un sistema que no atiende a los más frágiles y que, cuando lo hace, es a cambio del 75% de sus rentas, generalmente sus pensiones.
Los cuidados que reciben los más afortunados son low cost. Ante la ausencia de suficientes plazas residenciales públicas, el mercado asistencial --la desgracia de envejecer también se ha convertido en un negocio-- está controlado por empresas privadas que suscriben conciertos con una administración que, para reducir gastos, termina dando prioridad a los que pueden pagar frente a los más pobres. Las autonomías tardan casi dos años únicamente en estudiar las solicitudes de asistencia.
El copago de la Dependencia se fija con independencia de la calidad de los servicios, cuyo coste es inferior a las cantidades que se abonan. Quien no puede pagarse una vejez digna --y por tanto supone más gasto para las autonomías-- debe esperar su turno cuando de lo que carece es de tiempo. Muchos mueren antes. Sus familias viven este calvario en silencio. El colapso de la Dependencia muestra la verdadera faz de este país, incapaz de cumplir sus leyes en favor de quienes más lo necesitan, aquellos que van a morir pronto. Camus escribió: "Entre la justicia y mi madre, me quedo con mi madre". En España ninguna de ambas cosas es posible. Saquen sus propias conclusiones. Bon nadal.