Por muy previsible que fuera la sentencia del TJUE, la resolución no ha dejado de ser sorpresiva. Tal y como era predecible, seguimos perdidos en el laberinto, cual Teseo sin Ariadna que lo arregle y a expensas del Minotauro independentista. Al final será cierto eso de no creer ni lo que uno ve con sus propios ojos. Fallaron a favor de Junqueras y el que más lo disfruta es Puigdemont. Ironías de la historia. Continuamos atrapados en un galimatías. Quizá veamos las campanadas de fin de año emitidas por TV3 desde Waterloo, aunque sea con un cencerro, o desde Lledoners, a ritmo de campanilla litúrgica. Todo es ya posible. Y a seguir, cual pueblo judío esperanzado en cruzar el Mar Rojo de la incertidumbre permanente, esperando a que llegue el Mesías. De momento, cualquier previsión es, cuanto menos, arriesgada.
ERC celebró su congreso sin que sepamos a ciencia cierta en que se traducirán sus conclusiones. “Independencia, amnistía, libertad, justicia y autodeterminación”, podía leerse en la trasera del escenario mientras hablaba Pere Aragonès. El orden de los factores no altera el producto: todo un ideario con el referéndum como objetivo final flotando en el ambiente, aunque se apunte que sea negociado con el Estado --cosa harto difícil--. El vicepresidente republicano advertía de que solo habrá acuerdo de investidura “si la política desplaza a la represión”, al tiempo que reclamaba “diálogo, negociación y movilización”. Más de lo mismo: continuar retorciendo y estrujando el lenguaje, amplificar lo nimio, crear un nuevo imaginario, seguir con la cantinela de la policía estatal en lugar de nacional, las demarcaciones por provincias, apelar al Gobierno central y no el español, utilizar el gentilicio para ubicar a los deportistas españoles, apelar al Rey de España tal que fuese institución foránea... Los republicanos necesitan tiempo para eso que llaman “ampliar su base social” que, en el fondo, no pasa de ser suelo electoral. La operación requiere tiempo, más aun si se tiene en cuenta que, hasta ahora, el pueblo de Cataluña al que se han dirigido los líderes independentistas es exclusivamente la parte secesionista. Lo decía recientemente el exconseller Andreu Mas-Colell: “Hay que pensar a ocho años vista, lo cual significa que en los cuatro primeros habría que asegurar que tengamos los cuatro siguientes”.
De momento, seguimos al albur de lo que decida la justicia, ahora la española. Lo complicado para los republicanos será negociar sin aparentar sumisión o rendición. Difícil equilibrio cuando se transacciona. De momento, quedan a la espera de ver qué propone la Abogacía del Estado a raíz de la sentencia europea, a la expectativa de un gesto del Gobierno o de un pronunciamiento del presidente en funciones.
Por más que la última palabra la tenga el Tribunal Supremo, en cuyas manos ha caído la patata caliente, el problema es que cualquier acuerdo resultante de una negociación tiene que visualizarse, lo que implica ejercer y repartir el poder, lo cual requiere tiempo. Lo difícil es determinar quién tiene prisa ahora. Porque ERC necesita tiempo, pensando incluso en la inhabilitación definitiva de Quim Torra, que puede ir más rápido en el Tribunal Supremo de lo que parecería previsible, y el consiguiente ascenso a la Presidencia de la Generalitat de Pere Aragonès, que tendría en sus manos la convocatoria de elecciones en Cataluña. Su problema es que Carles Puigdemont puede pisar el acelerador de ese cascajo de vehículo de transmisión llamado president y convocar los comicios para la primavera. Si el inquilino de Waterloo se presenta de nuevo, es más que probable que el monaguillo de Junqueras salga trasquilado. Al menos, es una hipótesis bastante plausible. La solución catalana pasaría entonces por la tentación de impulsar un nuevo tripartito con PSC y comunes bajo la presidencia de ERC, por más que el partido más votado fuese JxCat o como acabe llamándose la candidatura animada desde Waterloo. ¿Fraude electoral? Simplemente, el resultado del juego de las mayorías propio de cualquier sistema parlamentario. Por si acaso, mejor será ir haciéndose a la idea.
La victoria judicial de Oriol Junqueras ha dado oxígeno a su rival más encarnizado en el campo independentista y obliga a ERC a poner el listón de la investidura un poco más alto. Mientras tanto, Carles Puigdemont campará a sus anchas por el Parlamento Europeo, donde tendrá su primer día de gloria el próximo 13 de enero, mientras los de ERC se venden a los carceleros del 155, y planea abrir oficina parlamentaria en Barcelona. Más difícil será que se instale en la Cataluña Norte, es decir, Perpiñán, cosa que no es previsible que entusiasme a los jacobinos vecinos de allende los Pirineos. Cualquier suplicatorio, además, tardará bastante en resolverse en Bruselas.
Ahora bien, si algo parecen tener claro los dirigentes republicanos es que unas nuevas elecciones pueden arrojar un resultado nefasto. Por más que la derecha española esté en proceso de introspección, planea el temor de que PP y Vox salgan airosos de los comicios y el 155 desfile por la Diagonal a ritmo de clarines, pífanos, trompetas y tambores. Sería un desastre. Acabaría así produciéndose una de las cosas más absurdas acaecidas en la historia de cualquier movimiento revolucionario: que estando detentando el poder hubiesen iniciado un movimiento para perderlo, que pensando en tener la independencia acabasen perdiendo la autonomía. Una verdadera paradoja. Como aquel personaje de Mario Vargas Llosa de Conversación en la Catedral --periodista para más detalles-- que se preguntaba “cuando se jodió el Perú”, pero cambiando el país andino por España y/o Cataluña. Tal vez cuando Albert Rivera se encastilló en el no a Pedro Sánchez. Nos lo explicarán los historiadores dentro de unos años.