El gran galerista barcelonés desaparecido Ignacio de Lassaletta Delclos solía recibir en su despacho de Rambla de Catalunya, embotado de arte contemporáneo y presidido por un cuadro de su gran amigo Benjamín Palencia, referencia de la Escuela de Vallecas. Este era el nombre que le puso Palencia a la troupe surrealista reunida por el escultor Alberto, en 1927, en un salto decisivo de las vanguardias españolas, dotadas de antecedentes deslumbrantes, como Miró, Dalí y Picasso que estremecieron Europa. Por algún rincón de su galería, junto a una pieza descollante del escultor Jaume Plensa ("nuestro mejor artista contemporáneo", repetía el galerista), Ignacio dejaba un salacot en recuerdo de su hermano Luis de Lassaletta Delclos, otro gran cazador citado en esta serie, y sobre todo colono decisivo en la Guinea española de los años cincuenta de la pasada centuria. Así lo mostró el Museo de las Culturas del Mundo cuando presentó, en 2016, la exposición Ikunde: Barcelona, metrópoli colonial, una muestra "incómoda, chocante y perturbadora", según señaló entonces el antropólogo Josep Fornés.
La muestra exhibió cosas tan poco recomendables como un gran gorila disecado de turbio pasado, el esqueleto de una cría recién nacida de la misma especie junto a otro de un chimpancé neonato, fotos de otros antropoides abatidos por cazadores como el gran espalda plateada junto al que posa con su rifle Luis de Lassaletta Delclos o un siniestro trofeo colgado en la pared consistente en la cabeza y las manos cortadas de otro gorila que remiten poderosamente a las iconografías de aquel infierno en la tierra que fue el África subsahariana. Para los expertos más críticos con el último sueño colonial, las relaciones desiguales establecidas entre la Barcelona burguesa y la Guinea española tuvieron en el núcleo la compra de animales en el Centro de Experimentación y Adaptación Animal de Ikunde, en Bata, consagrado a proveer los fondos zoológicos, botánicos, etnológicos y arqueológicos de varias capitales europeas. Repasando libros autopublicados y colecciones de caza es fácil encontrar en blanco y negro versiones fotográficas del topi filipino de Luis Lassaletta (y de otros, como Oliva de Suelves, Iradier o los hermanos Rubió, citados en capítulos anteriores), aquel clásico sombrero de safari, conocido en inglés como pith helmet y dotado de una banda azul del gusto de los socios del Raj el Cawnpore Tent Club, como señala Jacinto Antón en una de sus espléndidas crónicas.
Los abismos raciales, hoy descartados, impusieron momentos de vergüenza ajena, como los ejemplares de El Negret, el boletín misional de los claretianos o los mapas cristianizadores de los Hijos del Inmaculado Corazón de María que señala misiones, “cristiandades” y “fincas de europeos” en el país de los bubis, o tratados directamente indignos como La Capacidad mental del negro, o las vírgenes morenas donadas por la colonía a la iglesia de Eufalan. Destacaron sobre todo los trofeos de caza mostrados sin complejos como los colmillos de elefante o inmensos cocodrilos disecados o la trágica historia de Copito de nieve, el primate blanco, condenado a una vida de exhibición.
Fue un expolio en los años de una España de posguerra deseconómica y pobre, que quiso mostrar al mundo su dramática conquista, su acomplejada etnográfica después de perder Annual, Filipinas y Cuba. Los negocios del cacao y de la madera podían haber sido en Guinea el germen de un dominio económico emparentado con el Congo, fuente minera del Rey Leopoldo de Bélgica. Pero a pesar de los gentilicios barceloneses, como los Jover o los Millet Maristany, dueños de la Compañía Agrícola de Fernando Poo (Caifer), aquellos ingenios fueron abandonados en pocas horas en el momento de la independencia de Guinea. La Unión de Agricultores, creada por catalanes en Guinea, dejó un legado más rico aunque no exento de múltiples conflictos, como los enfrentamiento con los chocolateros españoles a cuyas espaldas se levantaba el proteccionismo de la colonia. Después de los felices 20, la situación cambió con claridad gracias a la presión de la Cámara Agrícola de Guinea Española o el mismo Sindicato Comercial Español, arietes del Círculo Mercantil de Madrid, defensora del librecambismo.
En cuanto a los míticos trofeos de caza, ilusa ficción de lo que apenas fue, aguantan todavía el pasado gracias al taxidermista Lluís Soler i Pujol, que fue conocido por su exposición de ranas goliat y serpientes como la cerastes, cuya mordedura acabó con la vida de Luis Lassaletta en 1957 (la venganza del gorila). El África español estuvo en manos desaconsejables hasta la irrupción de nuevos grandes coleccionistas, como el descollante Albert Folch Rusiñol (Pinturas Titan) interesado en los fang de Guinea, el reino de Benín (Nigeria) y otras comunidades indígenas de Nigeria, Ghana o la República del Congo. La consolidación de la colección Rusiñol y el Museo Etnológico de August Panyella les convirtió a ambos en hacedores de numerosas expediciones y de las capturas que llenan hoy los anaqueles y vitrinas del Museo de las Culturas del Mundo, situado en la Calle Montcada, frente al Museo Picasso, en las casas Nadal y Lio, la primera de ellas, antigua sede del museo Barber-Muller.
En aportaciones narrativas, la Guinea española tuvo más intención que fulgor. Un documental de 2005, dirigido por Leticia Gil de Biedma, cuenta la historia del sistema colonial español en los duros años de la posguerra y el racionamiento, pero también tierra de promisión donde poder prosperar gracias al trabajo semiesclavo de los nativos. Décadas de poder omnímodo del blanco sobre el negro, sobre su cuerpo y su vida, cortados por las ansias de emancipación e independencia y la certeza por parte de España de que no podría sostener la colonia desembocaron en la propuesta de crear una Comunidad Autónoma de Guinea Ecuatorial, que evidentemente no resultó. En marzo de 1968, bajo la presión de los nacionalistas ecuatoguineanos y de las Naciones Unidas, España anunció que concedería la independencia. El golfo del África occidental nunca había sido el terrón de azúcar soñado por muchos; si acaso, provocó ataques de inmanencia poética, como los de León Felipe, que confesó “haber dormido muchas veces junto a la desembocadura del río Muni”. Y es que los ataques de colonialismo cultural pueden ser peores que los simples saqueos económicos.