Juan Luis Oliva de Suelves narra en su libro Luna llena en Medouné (Edhasa) los destellos de África vistos desde el territorio de Guinea, la antigua colonia española. En su residencia barcelonesa, junto al pie del Tibidabo, el último gran cazador blanco, ha recibido siempre a sus amigos en un salón forrado de trofeos. Él fue quien rescató del olvido a los descubridores españoles, como Manuel Iradier o Ramon Tatay, y acabó convencido de que la relación entre España y Guinea, y especialmente con la isla de Fernando Poo, es uno de los temas más enigmáticos de nuestra historia reciente. Oliva entró en África desde la perspectiva del cazador, pero supo estar atento a las versiones económico-culturales de esta actividad en los grandes parques nacionales del continente. De su paso sabemos que agotó los valles del Atlas, refundó las fuentes del Nilo, el lago Victoria o el Massai Mara. También siguió la pista de los osos polares en Alaska, antes de adentrarse en territorios inexplorados de Siberia y Mongolia.
En África, aportaciones a primera vista técnicas o intrascendentes han acabado convertidas en libros de culto, como el desclasificado La Caza en Guinea, de Tatay, una referencia sin fin de militares, colonos, aventureros y cazadores del medio siglo XX, una etapa marcada por la ética y el conservacionismo de inspiración animista. El trabajo pionero de Tatay fue seguido por otros, como el paisajista Rubió i Tudurí (ampliamente citado en esta serie) que bucearon en la herencia intelectual de Jim Corbett, cazador y conservacionista indio de origen irlandés, constructor del gran Parque Nacional de la India, especialmente conocido por la peligrosa caza selectiva de tigres y leopardos antropófagos, minuciosamente narrada en Las fieras cebadas de Kumaon (Ed. Sol; Buenos Aires).
El antecedente y maestro de Tatay fue Manuel Iradier, cazador en tierras ignotas, pero también, soldado, filósofo, fotógrafo, experto autor de gacetillas, taxidermista y masón. Nutrió su imaginación de libros, y sus inquietudes de noticias e historias que presidían la geopolítica colonial de la época. Al estilo de los clásicos descubridores británicos de la Reina Victoria, como Park, Livingstone, Burton o Stanley, quiso adentrarse en selvas tupidas, cursos de ríos profundos, hábitats de animales fieros y tribus desconocidas. Sufragó sus descubrimientos con fondos públicos de la Restauración española y con la ayuda de las sociedades científicas, especialmente, la Sociedad Exploradora, la primera institución geográfica creada en España en el ochocientos. Su huella africana quedó bien resumida en Apuntes de la Guinea, escrita por Miguel Gutiérrez Garitano.
El gran reto de Iradier se concretó relativamente pronto: recorrió África de sur a norte, desde Ciudad del Cabo hasta Trípoli pasando por el lago Chad, y su trabajo recopilatorio arrancó en una entrevista concedida por Henry Morton Stanley y publicada en el New York Herald.
En diciembre de 1874, Iradier se embarcó con rumbo a las islas Canarias, donde pasaría tres meses de aclimatación antes de partir hacia el continente africano. En abril de 1875, llegó a la Bahía de Corisco en el vapor británico Loanda, para encontrar el camino accesible al interior del continente, siguiendo los consejos de Stanley. Conoció Fernando Poo y Annobón, las perlas del litoral oeste, hasta remontar el archipiélago de Cabo Verde (África. Viajes y trabajos de la Asociación La Exploradora; Ed. Diputación Foral de Álava). No iba solo en aquel viaje iniciático. Oriundo de Vitoria, Iradier se embarcó junto a miembros de su familia como su esposa, Isabel de Urquiola, lo que supuso un cambio de estilo si lo comparamos con los exploradores de su tiempo, con la excepción de Samuel White Baker, experto en el Nilo. Iradier levantó tras de sí una investigación antropológica de las culturas bengas, itemus, bundemus, pamues, expandidas por el país del río Muni. Durante nueve meses cumplió su sueño de explorar un continente a partir del surco fluvial del Muni. En esas semanas tuvo tiempo para conseguir un permiso del rey Boncoro III para que le dejase deambular por su reino de diez aldeas y más de doscientas cabezas de familia. Naufragó en su embarcación; fue envenenado por uno de sus criados y despojado de sus posesiones, aunque sobrevivió para contactar con caníbales en su excursión más profunda al mismo corazón de las tinieblas de las selvas del Congo --patio colonial de rey belga Leopoldo I-- revelado por Joseph Conrad, en la ficción biográfica. Allí conoció a los fang o pamues y su belicosidad le disuadió de continuar adentrándose. Tuvo tiempo de enfermar con setenta y seis ataques de fiebre. Su periplo africano quedó documentado en el libro España en el África occidental (Río de Oro y Guinea), de Diego Saavedra (Ed. New York Public Library).
En 1883, la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas, creada por Alfonso XII, recurrió a Iradier para que capitaneara un nuevo viaje, esta vez con la intención de adquirir territorios para España en el golfo de Guinea y desarrollar una doble labor, científica y comercial. “No obstante, a Iradier no se le escapó la verdadera intención de la misión: la conquista”, explica Gutiérrez Garitano en un fragmento del citado Apuntes de la Guinea. Europa estaba inmersa en una carrera por el reparto de África y las grandes potencias como Francia, Bélgica, Gran Bretaña y Alemania se repartían el pastel a través de la ocupación militar. España, desgastada por sus últimas batallas de ultramar, permanecía rezagada, ajena a esa carrera colonial. Aun con todo, a raíz de la llegada de la Restauración borbónica en 1876, la situación cambió. Fue en aquel periodo cuando el inquieto regeneracionista Joaquín Costa fundó la Sociedad Geográfica de Madrid, que en su primer congreso acordó la defensa de los intereses españoles en las islas y costas del golfo de Guinea. Los académicos rescataron entonces a la figura de Iradier. Era el clavo ardiente español del sueño colonial al estilo francófono o de la misma Commonwealth británica, a escala menor, y sin armada ni alforjas llenas de oro; y además, con el nervio español hundido en el carácter taciturno de sus almirantes (un síndrome de la Invencible), muy lejos del infantilismo eufórico del Duce Mussolini, años después, con la ocupación de Abisinia.
Guinea para muchos ha sido una referencia, un punto de partida para la gran aventura en el sur. Así lo entendió el paisajista Nicolau Rubió i Tudurí, autor de casi todos los parques catalanes visitables que un día fueron jardines noucentistes encargados por emprendedores de éxito o por profesionales de campos, como la medicina (el doctor Raül Roviralta i Astoul, en el Jardín de Santa Clotilde) o la química (el doctor Joan Uriach, en la sede industrial de sus laboratorios). Rubió fue uno de los introductores en España del pensamiento de Le Corbusier y del nacionalismo arquitectónico de Walter Gropius. En su caso, basta con dar un saltito hasta los años 50 de la pasada centuria para asistir al renacimiento del respeto por la naturaleza, una “poesía culta y maltratada por el urbanismo especulativo”, escribió el paisajista. Con estos antecedentes, podemos asegurar que Rubió entró en África de puntillas y que sus safaris fueron un culto progresivamente desarmado al equilibrio natural de lo que él llamó la brousse africane. Su libro Caceres a l’Àfrica tropical es un texto con láminas de dibujo casi imposible de encontrar y digno de la sociedad de bibliófilos que a menudo trata de instalar en la memoria colectiva la gran aportación de este soberbio arquitecto.
El África de los emprendedores ha tenido estación apeadero en Guinea y, en algún caso destacado, la dirección no ha sido Occidente sino Oriente. A orillas del Índico sobresale el trabajo de Jordi Clos, creador de la Cadena Hotelera Derby y fundador del Museo de Egiptología. Este emprendedor explorador ha atravesado muchas veces el corazón verde donde nace el Nilo y ha conducido safaris en las altiplanicies de Kenia. De niño vendía en el Raval chicles y refrescos a los marineros de la Sexta Flota; descubrió la egiptología a los doce años en un trabajo escolar sobre momias y, con apenas 16 cumplidos, adquirió una colección de postales. Su primera adquisición africana fue un ushebti (estatuillas que se colocaban en las tumbas egipcias). Hoy, después de 100 viajes a las fuentes de su bella obsesión, recuerda el día en que descubrió una tumba inviolada en Sharuna, en el año 2007. Entró en una cámara sellada y jamás pisada desde más de cuatro mil años. Encontró sí, los restos de una momia, el sarcófago, cerámicas, amuletos, zapatillas.
El África del siglo XXI es una pista de aterrizaje de la inversión china y un campo experimental de la mineralogía. La inestabilidad política y los conflictos interétnicos siguen marcando su agenda. Los nuevos negocios reverberan más de lo que aportan realmente a la riqueza de la región, y este es el caso del futbol al que contribuye la enorme cantidad de estrellas que cruzan nuestro mar en dirección a Europa. En el ángulo inferior de Guinea, la frontera ecuatorial se comunica con Guinea-Bissau, un territorio antiguamente portugués, que hoy exporta futbolistas como la última perla de la cantera del Barça, Ansu Fati, el producto de la Masia, cuya clausula de rescisión apunta ya al medio millar de millones de euros. Las dos Guineas no dejarán nunca de sorprendernos, pero es bien cierto que el comercio internacional no se detiene todavía en sus puertos, como no sea para colocar productos alimentarios destinados a las clases acomodadas de ambos países.