"Gente dura, correosa en los consejos de administración, le ponías una chorbita, se la tiraba [...] y muerto. Pero gente importante, políticos... Y claro, los tíos contaban: qué importante soy. Y ellas decían: qué interesante, pero cuéntame más".
Así admitía el excomisario Villarejo en uno de sus audios haber montado una "agencia de modelos" para obtener su denominada "información vaginal". La noticia cayó por sorpresa. Nadie imaginaba que personajes del ámbito político hiciesen uso de la prostitución domiciliada, pese a que a lo largo de la historia los casos hayan sido una constante. Un ejemplo de ello se dio con el conde de Romanones, quien encargó, en 1925, a Ramón Baños varias películas porno para Alfonso XIII. El trabajo clandestino del cineasta ya era conocido a través del Marqués de Sotelo y Miguel Primo de Rivera, quienes previamente lo habían visualizado en el burdel valenciano Casa Rosita.
Y es que hubo un tiempo en el que los prostíbulos eran supuestamente lugares donde primaba el mutismo, espacios "a espaldas del resto de la sociedad", como diría Mónica García en su Historia de los Burdeles. Así lo recogía también el escritor peruano Gregorio Martínez, indicando el papel clave de las casas de cita durante los golpes de Estado: "Allí se podía conversar con mayor confianza... Era normal que los burdeles estuvieran atestados de congresistas". Pese a todo, pese a que en su código ontológico prime la total discreción, los nombres de sus clientes siempre han acabado transcendiendo a la opinión pública. El último escándalo se dio en 2018, cuando un atestado de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil recogía que varios directivos de la Fundación Andaluza Fondo para la Formación y el Empleo (Faffe), se habían gastado 31.969 euros en prostitución entre 2004 y 2009.
Parece ser, como constata la historia, que la perdición de numerosos hombres de Estado ha sido sucumbir a los placeres del lupanar, puesto que las circunstancias siempre han sido aprovechadas para tramar, destapar o finiquitar carreras políticas. Una práctica que viene de antiguo, de cuando los fenicios controlaban una red de prostíbulos portuarios para conseguir noticias, solo que en las últimas décadas y sobre todo a partir de la II Guerra Mundial, esta táctica de extorsión se ha ido potenciando.
El salón Kitty
En 1939, en plena capital de la Alemania nazi, la madame Kitty Schmidt montó un burdel para satisfacer a las más altas esferas. El negocio fue todo un éxito, aunque unos meses más tarde, al inicio de la Guerra, los servicios de inteligencia tomaron el local para convertirlo en un centro de espionaje. Detrás de la operación se encontraban dos jefes de la Gestapo, Reynhard Heydrich y Walter Schellenberg, responsables de montar todo el tinglado. Para ello llenaron las habitaciones de micros que emitían la señal a un centro de recepción ubicado en el sótano. Las prostitutas fueron seleccionadas entre un centenar de detenidas. Las que pasaron el casting poseían ciertas características comunes. Eran políglotas, bellas, complacientes y fieles a Hitler.
Con un poco de publicidad, el prostíbulo se convirtió en el más prestigioso de Berlín. No había noche en la que el cuerpo diplomático no tuviese reservado el local, aunque no fueron sus únicos clientes. Ministros, comandantes, funcionarios y altos cargos del partido nazi acudían al salón Kitty. A Hitler, ante todo, le interesaba la opinión de sus más fieles adeptos. Sin embargo, conforme la derrota nazi se iba acercando, el negocio fue cayendo. En julio del 42 una bomba destruyó gran parte del edificio. El servicio se trasladó al sótano, pero aparentemente el local ya no era seguro y los clientes dejaron de entrar.
Burdeles para demócratas
Bien pasada la Guerra, cuando media Europa se encontraba plenamente tutelada por democracias volvieron los escándalos de prostitución. En 1977 un periódico sueco sacaba en primera plana un prostíbulo al que acudían ministros y altos cargos del gobierno social-demócrata de Olof Palme. Lo más impúdico de aquella noticia era que las meretrices eran menores. La misma historia se repitió en Alemania en 2007. Un informe de 16.500 páginas implicaba a fiscales, jueces y políticos. Entre las autoridades más relevantes se encontraba el ministro de Tráfico y Construcción, el social-demócrata Wolfgang Tiefensee, alcalde de Leipzig durante los años en el que numerosas prostitutas checas acudían a prestar servicio al mismo ayuntamiento. No obstante, el lugar más frecuentado por estos mandamases era el burdel Jasmin, donde fueron grabados con niñas de 13 años.
Pero todos los intentos de destapar la trama de corrupción fueron frustrados. La justicia fue inoperante, en parte porque el fiscal de Leipzig, Norbert Röger, supuestamente formaba parte de la misma. Al semanario Der Spiegel, que había publicado varios artículos sobre el tema, se le amenazó con involucrarlo en casos de pederastia, mientras que a una funcionaria de justicia le mataron el gato y lo arrojaron al jardín. Por último, un policía apareció muerto en extrañas circunstancias.
Sin duda alguna, aquellos políticos sabían tapar sus vergüenzas, aunque en otros casos hacían alarde de sus actos. Christopher Dubois y Christopher Deloire recogen en su libro Sexus Politicus la nota que dejó Valéry Giscard, presidente de la República Francesa entre 1974-1981. Antes de abandonar el Elíseo dejó un sobre en el que se decía: "Abrir en caso de guerra nuclear". Dentro quedaba la dirección del burdel donde podían encontrarlo.