Tras la independencia concedida en octubre de 1968, muchos colonos españoles decidieron permanecer en Guinea a pesar de las arengas antiespañolas del presidente Macías Nguema. Un año más tarde, estalló el país; cayó una pasión familiar, como el que muchos han visto en la película Palmeras en la nieve. Inopinadamente, Guinea sufrió un coup de force, más parecido a lo de Senegal que al Congo Belga del rey Leopoldo. La ficción de Palmeras se inició en 1953 cuando el joven Kilian abandona la nieve de la montaña del Pirineo aragonés para iniciar junto a su hermano, el viaje de ida hacia una tierra desconocida, lejana y exótica, en la isla de Fernando Poo. En las entrañas de este territorio exuberante y seductor, le espera su padre, un veterano de la finca Sampaka, el lugar donde se cultiva y tuesta uno de los mejores cacaos del mundo. En esa tierra eternamente verde, cálida y voluptuosa, los jóvenes hermanos descubren la ligereza de la vida social de la colonia en comparación con una España encorsetada y gris; comparten el duro trabajo necesario para conseguir el cacao perfecto de la finca Sampaka, aprenden las diferencias y similitudes culturales entre coloniales y autóctonos, y conocen el significado de la amistad, la pasión, el amor y el odio.
Algo así nos podría haber resumido, en clave real, el saxofonista de Fernando Poo, el Fèlix Millet de una saga catalana tocada pero no hundida en el escenario colonial al que contribuyó su padre, Millet i Maristany, un hombre fuerte bajo el Antiguo Régimen español. Este último desempeñó la presidencia del Banco Popular y fue vocal del consejo de administración del Hispano Americano tras la adquisición del Hispano Colonial, el banco de los llamados trasatlánticos por sus antiguos negocios en ultramar. Los Millet regentaron ingenios de caco en la paradisíaca bahía de Guinea, donde Fèlix lucía lana fina y fieltros en la cubierta de los barcos, mucho antes de llegar al polémico 3% de Convergència, desenmascarado en Barcelona medio siglo más tarde. Hay más parecidos que inventos en Palmeras, a partir del momento en que su protagonista cruza la línea prohibida e invisible y se enamora perdidamente de una nativa. El hilo de esta historia queda enmarcado por unas complejas circunstancias históricas, especialmente el vínculo entre colonos y oriundos transformará la relación de los hermanos, cambiará el curso de sus vidas y será el origen de un secreto cuyas consecuencias alcanzarán el presente. Si la coincidencias son difíciles es porque nuestros colonizadores del medio siglo no disponían de las comodidades de la Kenia británica de Lord Mountbatten, aunque sí exigieron a gritos su parte del botín.
En el toque de queda impuesto por Macías en febrero de 1969, los jeeps de medianoche y los disparos al aire rasgaban como un cuchillo la oscuridad de la brousse. Noche tras noche, las Juventudes de Macías Nguema salían a amedrentar a los colonos españoles que quedaban en Santa Isabel, capital de la isla de Fernando Poo, y en Bata, en la región de Río Muni. El sonido de los temidos Land Rover y las voces en la noche de los casi adolescentes guineanos armados, borrachos en muchas ocasiones, desataban la tensión y el miedo; eran la señal del peligro, de un posible crimen. La Guinea independiente se convirtió en un paraíso de la Guardia Nacional creada a imagen de los Tonton Macoutes del dictador François Duvalier de Haití, conocido como Papa Doc. Fueron los últimos días de los colonos españoles que huyeron aterrorizados por la guerra tribal iniciada por Macías para imponder la hegemonía de la etnia Fang.
Todos los colonos y unos pocos guineanos salieron apresuradamente entre finales de febrero y marzo del 69. Además, el fallido golpe de Estado de Atanasio Ndongo sumió al país en una depuración asesina por parte de Macías. Enrique Rodríguez Galindo, el general condenado mucho después por su actividad en los GAL como jefe del cuartel de Intxaurrondo, vivió de joven oficial los últimos días de la Guinea española. Macías declaró la expulsión de las fuerzas armadas de la metrópoli; las dos compañías de la Guardia Civil que quedaban en Guinea embarcaron en lanchas en las playas de Fernando Poo y Río Muni. Lo hicieron casi a escondidas y en aquel mismo momento, Guinea se sumió en su noche más oscura.
En marzo del 69, diez años después de la Revolución en Cuba, los internacionalistas de Fidel Castro llegaban en bandadas a África dispuestos a defender la causa de Angola. Cabo Verde, el archipiélago diamantino, fue entregado por los portugueses sin efectuar ni un solo disparo y, cuando las milicias de Luis Cabral anunciaron su independencia con claveles en el cañón de sus armas, Lisboa se llenó de verde olivo al compás del Grândola, vila morena / Terra da fraternidade celebrando el día en que el ejército tomó la calle para devolver la voz a los ciudadanos. África seguía siendo el cauce de la mítica y la abundancia para sus colonizadores, muchos de ellos llevados a impulsos del buenismo, bajo el rigor de la Guerra Fría, vista desde el trazo frágil de la Tercera Vía y los No Alineados. Mientras el Congo amenazaba al continente entero, el cine de Ford Coppola impactó en la opinión con un ejemplo del pasado. Envió al capitán Marlow a la selva congoleña en busca del mal, sembrado por Joseph Conrad en El Corazón de las tinieblas. Y a su regreso, le impuso un monólogo explicativo, ante altos mandos militares, sobre la cubierta de una embarcación atracada en el Támesis. La cinta, vista por millones de personas en todo el mundo, ofreció una equivalencia con la derrota de Norteamérica en Vietnam, al tiempo que mostraba la violencia primaria de la selva lejana frente a la civilización fría de Londres.
Macías radicalizó su postura aquellos días. Sus discursos, acompañado de jóvenes nacionalistas radicales, se volcaban en descalificaciones hacia los colonos y en insultos a los militares españoles. Finalmente, ordenó la entrada a la fuerza en el consulado en Bata para arriar la bandera española, al igual que hizo en los cuarteles de la Guardia Civil y en la Embajada de Santa Isabel. Así llegó la llamada crisis de las banderas, el punto más álgido de la tensión entre España y Guinea y el éxodo definitivo de los colonos. Pocas horas después, un nuevo embajador, Eduardo Pan, llegó a Guinea para llenar de pasaje al avión DC de vuelo diario entre Santa Isabel y Barajas. También llegaban barcos a Río Muni, como el Ciudad de Toledo y el Ciudad de Pamplona, que volvían con el pasaje a rebosar, contratado desde España.
La última etapa de colonización española se había consumado un año antes, el 12 de octubre de 1968, en Santa Isabel. Allí no se habló del Gibraltar español ni de mantener Guinea como última colonia y sin embargo la colonia no pasaba de los pronunciamientos. La disputa sobre la provincia africana enfrentó todavía a dos familias del franquismo: la conservadora, liderada por el almirante Luis Carrero Blanco, y la liberal del ministro Fernando Castiella, que había firmado el acuerdo preferencial con la CEE y que quería salir de Guinea por la fuerza de un acuerdo común. Ni lo uno ni lo otro. Empezó, eso sí, un paréntesis de indefinición de seis meses, hasta que empresarios, funcionarios y miembros de los cuerpos de seguridad de la antigua provincia salieron con lo puesto a toda prisa, antes de enfrentarse a una matanza en masa.
El entonces ministro de Información, Manuel Fraga Iribarne, fue comisionado personalmente por el general Franco para terminar lo que había empezado sin suerte y mucho antes, el mismo Carrero Blanco. Fraga le cedió el último vestigio del vasto imperio español a Macías, un hombre imposible de anticipar que ya había echado a cajas destempladas a los representantes de Carrero y Castiella. Mientras Fraga se acercaba a la firma final del tratado, le llegó el turno a García-Trevijano, un notario con despacho en Canarias y bien visto en Santa Isabel. El letrado jugó aquellos años la carta del independentismo guanche y la conversión del archipiélago en plaza financiera off-shore; también tomó parte activa en la aparente negociación sobre Gibraltar, aceptado como representante español por el Foreign Office británico, en plena Transición. También intervino en el futuro de la gran bahía del África occidental, que se despegó a base de pequeños pactos pragmáticos que acompasaban la negociación y hacían posible el acuerdo final. Macías firmó la independencia y el reconocimiento de Naciones Unidas con Fraga en el papel de almirantazgo español, acompañado de Trevijano. A este último, se le perdió lentamente la pista pero no la visibilidad, como ocurre con los grandes espías, tras convertirse en consultor político del imprevisible Macías.