Esta semana ha sido noticia la investigación de la Audiencia Nacional acerca de los movimientos de espías rusos en Cataluña, durante el período más álgido del procés independentista. Una nueva acción de los servicios secretos de Putin con la que pretendía desestabilizar y quebrar la Unión Europea.
Unos meses en que se sucedieron episodios tan graves como hilarantes, de los que iremos sabiendo, aunque dudo que ninguno pueda superar el ya conocido de Víctor Terradellas. Éste, personaje muy cercano a Carles Puigdemont, se reunió con el influyente político ruso, Serguéi Markov, para ofrecerle el apoyo del gobierno catalán a la anexión de Crimea por parte de Rusia si, a su vez, el Kremlin reconocía la declaración unilateral de independencia.
Pero el objeto de este artículo no son las finas artes diplomáticas de quien fue responsable de relaciones internacionales de Convergència, sino compartir con los lectores un paralelismo, salvando las enormes diferencias, que se da entre la Rusia de Putin y la Cataluña de Torra: tanto uno como otro, incapaces de alcanzar su objetivo último, muestran una enorme capacidad de deterioro del enemigo.
Putin se rebela ante el nuevo orden mundial liderado por Estados Unidos y China. Una carrera por la hegemonía global en la que ni compite. Rusia no sólo se sitúa en la marginalidad sino que, además, la decadente Unión Europea sigue sin reconocerle su ancestral grandeza. Por ello, lejos de resignarse, se ha empeñado en utilizar todo su potencial para deteriorar a sus enemigos occidentales, así la intervención bélica en Oriente Medio, o la guerra cibernética en Occidente.
Por su parte, Quim Torra, al frente del radicalismo independentista, se muestra incapaz por conseguir su objetivo último, la independencia, pero muestra una enorme capacidad por deteriorar la vida institucional española. Una apuesta por el “cuanto peor, mejor” que alcanzó su momento álgido durante los graves disturbios de hace unas semanas. Torra, al igual que Putin, canaliza su impotencia golpeando tanto como puede al enemigo, aún a costa de su propio bienestar.
Pero, más allá de esa similitud, las diferencias entre rusos y catalanes son enormes. Así, los primeros jamás han sabido de libertad ni de bienestar, pues a la dictadura zarista sucedió la tragedia comunista y, tras la caída del bloque soviético, la emergencia de Vladimir Putin, un personaje que encarna la peor versión del autoritarismo en la era digital. Pero poco tiene que perder Rusia bajo los dictados de su actual presidente.
Por contra, Cataluña sí tiene mucho que perder de seguir el rumbo actual. El deterioro institucional, social y económico empieza a resultar evidente y Quim Torra parece empeñado en agrandarlo. Y lo conseguirá, de seguir al frente de la Generalitat. Solo un giro de la política catalana, acompañado de una nueva orientación del conservadurismo político español, especialmente del Partido Popular, puede sacarnos del callejón sin salida en que nos encontramos.
Llegados a este punto, dada esa oferta por reconocer la anexión de Crimea, no estaría mal que nuestro presidente se retirara una larga temporada a esa península del Mar Negro. Sería bien recibido y se lo agradeceríamos quienes queremos trabajar por el entendimiento.