Cuando tenía ocho años mis padres decidieron mudarse a Cabrera de Mar, un pueblo de apenas 4.000 habitantes en la costa del Maresme. Fue una decisión de arriba-abajo, por supuesto, porque ni mi hermano ni yo fuimos consultados acerca de nuestros deseos de abandonar la cosmopolita Barcelona para irnos a vivir a un pueblo donde lo más excepcional que te podía pasar entonces era que la riera se llevara tu coche en una tormenta de verano, o que los jabalíes destrozasen tu jardín. Hoy ni siquiera esas dos cosas son posibles: primero, porque el ayuntamiento llevó a cabo unas obras de canalización bastante eficaces, ya que parecen resistir hasta las lluvias torrenciales que nos regala el cambio climático; y, segundo, porque mi padre ha instalado en el jardín todo tipo de cachivaches para asustar a las “bestias” salvajes. Tenemos una valla de tela con descargas eléctricas, dispositivos solares que emiten ultrasonidos y algún que otro petardín preparado en la cocina por si se acercan demasiado (los jabalís daban miedo hasta a nuestro perro, que se escondía bajo la mesa cuando los escuchaba llegar).
En Cabrera de Mar sigue sin pasar nada de nada, pero sí han ido cambiando algunas cosas. La población ha aumentado (gente de Barcelona en busca de vivienda asequible), se han hecho esfuerzos por preservar el rico patrimonio arqueológico (¡Ilturo!) y las infraestructuras públicas mejoran. Entre ellas, una nueva biblioteca, la biblioteca Ilturo, ¡que este año cumple diez años!
La nueva biblioteca --un bonito edificio de tres plantas, con luz natural y un pequeño espacio para hacer presentaciones de libros y talleres-- nada tiene que ver con la que yo solía frecuentar de pequeña a la salida del colegio (una de las primeras cosas que hicieron mis padres al mudarnos a Cabrera fue matricularnos en la escuela parroquial del pueblo, que entonces dirigía mossèn Raimon, un tipo bastante simpático, amante de la historia y germanófilo empedernido, que para hacernos callar nos gritaba en alemán y conseguía además que pasáramos un poco de miedo). Lo que más recuerdo de ese colegio era que nos freían a trabajos de grupo, de Historia, Naturales, Geografía... Como todos vivíamos cerca, quedábamos para hacerlos en la antigua biblioteca, situada en la planta baja de un edificio administrativo, frente al ayuntamiento. Era un espacio pequeño, con puertas de cristal, de manera que podía ver a mi madre amorrada a la puerta cuando me venía a recoger, diciéndome que saliera de una vez. Yo me moría de vergüenza. “Mira, tu madre está ahí, Andrea...”, decían mis amigas apuntando al cristal. Mi madre siempre iba con prisas, y yo era lenta en eso de recoger libros, libretas y despedirme de las amigas. En la biblioteca estudiábamos, pero también cuchicheábamos y nos reíamos mucho, y mareábamos a la bibliotecaria, Juliana, una mujer menuda, de pelo corto y ojos verdes un poco saltones, que nos ayudaba a encontrar la enciclopedia que buscábamos. Recuerdo mirar con fascinación el estante donde se alineaban los tomos del Diccionari Etimològic de Joan Coromines y pensar si algún día lo necesitaría, porque mi àvia (abuela) también lo tenía en casa y a veces lo consultaba. Y también porque en unas colonias de verano me había enamorado de un niño muy alto, pelirrojo y con la cara cubierta de pecas, que se llamaba Guillermo Corominas (efectivamente, era familiar del lingüista y pasó de mí).
Cuando nos poníamos a cuchichear demasiado fuerte, Juliana nos hacía callar con la mirada. Aún hoy sigue utilizando esa mirada asesina para imponer silencio. Juliana está jubilada, pero sigue trabajando como voluntaria en la nueva biblioteca desde su inauguración. “Nos ayuda a ordenar la colección local”, me explicó Judit, la directora de la biblioteca Ilturo. Judit, una joven de ojos negros y melena lista hasta los hombros, tiene la misma voz suave y bajita que Juliana. Como si hablar bajito fuera un defecto profesional de las bibliotecarias. Un defecto profesional muy agradecido en este país, donde gritar es sinónimo de hablar (en serio, no me gusta nada este rasgo tan español de ser ruidosos y hablar fuerte). Creo que por eso me gustan tanto las bibliotecas. Por el silencio, la sensación de calma y aislamiento que transmite estar rodeado de libros.
Las bibliotecas también me gustan porque hay wifi gratis y aire acondicionado, o calefacción, elementos clave para los que trabajamos en casa y no tenemos ni para financiarnos un coworking. Por las mañanas, antes de lleguen los niños a la salida del cole, las bibliotecas suelen estar tranquilas: jubilados leyendo el periódico, inmigrantes buscando trabajo o viendo pelis en los ordenadores, estudiantes preparando oposiciones, algún que otro escritor aficionado...
Cada biblioteca tiene sus habituales. En la de Alella, por ejemplo, donde voy en las pausas de mi trabajo, hay un señor mayor que viene después de comer a hojear el Diari Ara y responder mensajes de WhatsApp. Apoya el móvil sobre la mesa y no para de vibrar en todo el rato. A veces pienso en decírselo, pero luego se me pasan las ganas. Las bibliotecas me relajan. Suelo aprovechar las horas muertas para leer New Yorkers atrasados, la novela que lleve en el bolso (ahora estoy con una de Camilleri) o simplemente, me dejo llevar por el sueño: me cruzo de brazos sobre la mesa, escondo la cabeza y cierro los ojos unos minutos...
Embobarse, dormir, leer. Dejarse llevar por una buena novela, ese anacronismo de papel que nos permite viajar sin salir de la habitación, meternos en la piel de otros personajes. Desarrollar la empatía, entender al otro. Sí, leer o quedarse embobado son dos aficiones que pueden practicarse libremente en la biblioteca, aunque suenen a aburridas o a perder el tiempo. Nos cuestan, porque implican estar solos con nosotros mismos. Pero solo así, aburriéndonos, deleitándonos con la pérdida de tiempo, es cuando solemos darnos cuenta de las pequeñas cosas, esas que son realmente importantes. Las que nos ayudan a cuestionar las grandes verdades que --desde arriba-- nos quieren hacer creer.