Aún hoy, en la Europa del s. XXI, los grandes héroes de la épica griega perduran en el imaginario colectivo como el combatiente ideal y por ello no pierden vigencia los valores con los que fueron entonces retratados: diestros en el manejo de las armas, valientes, leales con sus compañeros... Su arrojo en el combate, su espíritu de sacrificio, su fortaleza física, hacían su muerte más gloriosa aún. Son estos soldados varones adultos los protagonistas exclusivos de cualquier conflicto militar y al mismo tiempo que se les encumbra, los sujetos pasivos del conflicto armado, aquellos que son proporcionalmente el porcentaje mayoritario de víctimas de la guerra frente a los caídos en el campo de batalla, se convierten en un daño colateral, un ruido de fondo que no logra enturbiar la alegría de la victoria o convertidos en una cifra abstracta que testimonia el alcance de la derrota. Pero la guerra no concluye con la muerte de los soldados: continúa con la masacre de hombres y mujeres maduras y, además, aparecen como prácticas normalizadas la violación en grupo y el cautiverio de niñas, adolescentes y mujeres jóvenes. Se trata de tácticas empleadas para doblegar definitivamente al enemigo desde el mundo antiguo hasta nuestros días. No hay más que recordar las violaciones en la guerra de Bosnia o las cometidas durante el genocidio tutsi en Ruanda por las mismas fechas.
Son contados los casos que podemos recuperar del mundo antiguo, aterradores todos ellos. Herodoto nos recuerda que los lemnios, deseosos de venganza, raptaron, durante las fiestas que las atenienses celebraban en honor a Ártemis en Braurón, a un buen número de ellas y, de regreso a Lemnos, las convirtieron en sus concubinas. Aunque no aparezca explícitamente mencionado, son niñas las raptadas, cautivas y violadas pues sabemos que las participantes en este ciclo festivo tenían una edad en torno a los cinco y diez años como máximo.
También había niñas junto a jóvenes todavía vírgenes entre las apresadas por el ejército de Tarento durante la toma de la ciudad de Carbina (473 a. C.). Tras reunirlas completamente desnudas en el templo, fueron sometidas a una violación en grupo, una agresión agravada no solo por realizarse de manera pública sino porque se perpetró en el espacio sacro, convertido en un escenario de violación colectiva. En el relato se describe cómo los tarentinos se abalanzaron “en esta manada sin suerte” en una escena en la que el soldado queda asimilado a un animal depredador. Finalmente es un dios, y no cualquiera sino Zeus, el que toma represalias contra las fuerzas tarentinas y las golpea con su rayo.
De manera más habitual las mujeres y niñas pasaban a formar parte del botín repartido entre la tropa. Los poemas homéricos nos dejan testimonio de esta práctica enmascarada con expresiones eufemísticas que no nos pueden hacer olvidar la atrocidad de la acción y la dolorosa realidad de niñas y jóvenes violadas y sometidas también a la esclavitud sexual a disposición de los vencedores. Con frecuencia no aparecen individualizadas ni se preserva su nombre, sino que aparecen enunciadas como un artículo de consumo más, un premio discrecional: Odiseo relata que, tras la guerra de Troya, atacó Ismaro (Tracia) y tras matar a sus hombres: “Tomando a las mujeres y las abundantes riquezas, nos lo repartimos todo para que nadie se fuera sin su parte de botín”. Agamenón tenía “muchas y escogidas mujeres” y le promete a Teucro, una vez devastada Troya, un premio solo inferior al suyo propio: un trípode, dos caballos o una mujer con la que “compartir lecho” (una expresión a la que debemos despojar de toda complacencia y enunciarla como lo que es: un rapto y una violación). Todos los príncipes aqueos disponen en la Ilíada de un gran número de mujeres: Aquiles entrega a los vencedores en los juegos fúnebres en honor a Patroclo premios entre los que se enumeran calderos, trípodes, caballos, mulos, bueyes y, como un objeto más, “mujeres de hermosa cintura”; él mismo, después de que Agamenón le arrebatara su favorita, Briseida, durmió con Diomeda. Como quiera que Aquiles se negó a proseguir en combate y los griegos cosechaban derrota tras derrota, finalmente se le prometió la devolución de la joven, mediante solemne juramento de no haberla violado y, como compensación añadida, se le ofrecieron siete trípodes nuevos, diez talentos de oro, doce caballos y siete mujeres de Lesbos que el propio Agamenón había escogido para sí. Igualmente, si finalmente conseguían arrasar Troya, se le darían veinte mujeres troyanas más bellas que la propia Helena.
Briseida es una de las pocas muchachas cautivas que aparece con nombre en los poemas homéricos y uno de los ejemplos más desgarradores de los sufrimientos que padecieron esas mujeres. Pertenecía a Aquiles como parte del botín ganado durante la toma de su ciudad natal, Lyrnessos, y, aunque la relación con el héroe griego aparece edulcorada disfrazándola bajo la apariencia de un matrimonio, la realidad es bien distinta: en primera persona relata cómo vio morir a su marido y a sus tres hermanos y el propio Aquiles recuerda que la “había adquirido por medio de la lanza”. Briseida es, por lo tanto, por mucho que aparezca como dulce esposa, una esclava sometida a condiciones terribles de existencia, completamente desarraigada que ha visto morir asesinada a su familia y sometida a la agresión sexual constante de Aquiles sin poder dar muestra de dolor alguno por el sufrimiento al que era sometida. A Patroclo le espeta: “Ni siquiera me permitiste llorar, cuando el ligero Aquiles mató a mi marido y saqueó la ciudad”. Estas mujeres solo pueden aprovechar la muerte de Patroclo para desahogarse con la excusa del duelo debido hacia el difunto compañero de Aquiles: “Las mujeres sollozaron, aparentemente por Patroclo, y en realidad por sus propios males”.
Podemos intuir una ocasión en la que se nos revela el terror que impregna toda la existencia de Briseida cuando es arrastrada fuera de las tiendas de Aquiles y llevada ante Agamenón “de mala gana”. Su resistencia, que la expresión escrita no alcanza a reflejar en toda su crudeza, no se explica por el supuesto afecto profesado hacia el héroe griego sino por el temor ante lo que le espera: la agresión física y sexual a la que le sometería Agamenón. De hecho, cuando éste la devuelve jura que nunca puso la mano sobre la joven (no la había golpeado) y que permaneció en su tienda intacta, es decir que no la había violado.
Pero también, tenemos noticias, aunque escasas, de ejércitos y combatientes que, ante estos usos habituales en la guerra, tomaron las armas para defender a las mujeres. Hipérides en su Elogio al estratega ateniense Leóstenes, caído en combate durante la guerra Lamiaca en el 323 a.C., exaltó las virtudes del difunto y su esfuerzo por hacer todo lo posible para evitar que “mujeres, vírgenes y niñas fueran sometidas a la agresión sexual de los macedonios” y de nuevo cierra su panegírico celebrando a Leóstenes y sus hombres por prevenir "los agresivos asaltos sexuales de todas las mujeres griegas”.
Recordemos a los grandes héroes clásicos no solo como soldados colmados de virtudes y recordemos también a esos otros hombres menos conocidos que lucharon con la intención de evitar que mujeres y niñas fueran víctimas de la guerra tras la batalla, de la violación continuada y de una vida atroz en cautiverio. Sus nombres merecen ser también recuperados. Y mucho más aún lo merecen sus víctimas, mujeres silenciadas por el triunfo cantado en la épica y en la historia.