El notición del preacuerdo entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias para formar un Gobierno de coalición con el líder de los morados como vicepresidente segundo, cuando no habían pasado ni 48 horas de las elecciones, ha causado sorpresa y perplejidad general. Lo que no fue posible en julio ni en septiembre se ha resuelto con una facilidad pasmosa. Sánchez e Iglesias han pasado de la desconfianza absoluta y el insulto a fundirse en un abrazo. Si tan sencillo ha sido ahora, la pregunta es por qué no lo hicieron antes. Nos hubiéramos ahorrado una estresante repetición electoral que, a la postre, solo ha servido para engordar el populismo derechista de Vox, a cambio de liquidar a Cs, y para dar una oportunidad electoral al independentismo al calor de la sentencia del procés. Ha sido un ejercicio de cinismo extraordinario, sobre todo por parte del presidente del Gobierno en funciones, que construyó su campaña en base al insomnio que le produciría compartir el Ejecutivo con los morados. La crítica podría desarrollarse a lo largo de todo este artículo hasta concluir que las convicciones importan bastante poco en política. A la fuerza ahorcan, ya se sabe. Por desgracia, nada nuevo desde Roma.
Como el acuerdo es fruto de una estricta necesidad ante la falta de una alternativa viable, y la imposibilidad de ir a terceras elecciones sin ponerlo todo en peligro, las preguntas inmediatas son dos. ¿Por qué el anuncio se produce de forma tan precipitada, en base a un preacuerdo que programáticamente no concreta nada? Y ¿qué puede tener de bueno o malo en relación a la grave crisis que vivimos en Cataluña? La respuesta a la primera cuestión tiene mucho que ver con el clima de desasosiego que generó entre el votante de izquierdas el resultado electoral. La impresión de que todo era aún más difícil tanto para sacar adelante la única investidura posible, la de Sánchez, como para garantizar la gobernabilidad de la legislatura. Aunque un anuncio tan fulgurante produce enfado, pues revela la desvergüenza de los líderes políticos, es un golpe contra el pesimismo y el bloqueo político. Sirve también para cortar de un tajo cualquier otro escenario, obligándose socialistas y morados a entenderse imperativamente. Si había alguna alternativa al pacto con Podemos, es evidente que Sánchez no ha querido explorarla. El PP ya dejó claro el lunes que no iba a abstenerse, excepto que el PSOE cambiara de candidato, exigencia del todo imposible. Lo cierto es que un acuerdo entre Sánchez y Pablo Casado para desbloquear la investidura no era factible.
En relación a los 10 puntos del preacuerdo, lo mejor que se puede decir es que son pura palabrería. No hay nadie que pueda estar en desacuerdo con esos enunciados. Falta, pues, la letra pequeña del pacto. “Combatir la precariedad del mercado laboral y garantizar trabajo digno”, por ejemplo, no nos dice absolutamente nada sobre qué va a ocurrir con la reforma laboral del PP. Si se derogará o sólo se reformarán algunos apartados. “La vivienda como derecho y no como mercancía”, deja en el aire si habrá o no un tope a los alquileres, como exigen los morados. Y así todo hasta el final. Sorprende que éstos hayan anunciado tan alegremente un pacto de Gobierno sin tener acordadas las medidas concretas con su partida presupuestaria correspondiente, lo que demuestra que su única prioridad ha sido amarrar el poder ante el riesgo de que las negociaciones pudieran tomar otros derroteros. Es legítimo, sin duda, pero olvídense en adelante los morados de sermonear a los demás.
De los 10 puntos del preacuerdo, el único relevante de verdad, sobre todo por lo que no dice, es el noveno, relativo a Cataluña. Aquí la posición de Sánchez se ha impuesto sobre el discurso autodeterminista de Iglesias y los comunes. “Convivencia”, “normalización de la vida política”, “diálogo en Cataluña dentro de la Constitución”, “fortalecimiento del Estado de las autonomías” e “igualdad entre españoles”. Habrá que esperar a saber si hay algo más en la letra pequeña del auténtico pacto, sobre todo porque ERC pondrá alguna condición para su abstención. Pero por ahora no pinta mal. Solo hay que ver la reacción furibunda del independentismo unilateralista contra el acuerdo, sobre todo por parte de JxCat, CUP y las entidades soberanistas. Ahora bien, tampoco será un Gobierno español beligerante en relación a los déficits democráticos que se producen en Cataluña (exclusión del castellano en la escuela, falta de pluralidad de los medios de comunicación públicos, desprecio hacia los símbolos comunes, secuestro de las universidades por los nacionalistas, falta de neutralidad de las instituciones, etc). Los ciudadanos constitucionalistas que dan la cara cada día se sentirán igualmente abandonados, y con razón. Pero al independentismo no le será fácil ir con el rollo de la España franquista teniendo enfrente a un Gobierno tan estéticamente de izquierdas, con lo que eso mola en Cataluña.