Uno puede conducir un coche durante muchos años sin cometer un error, sin tener un rasguño, sin que le pongan una multa, pero puede que la confianza le haga bajar la guardia; un día se duerme al volante y ese día es el último.
Hay cosas que cuesta mucho tiempo y trabajo levantar, pero se destruyen en un momento.
Cosas, por ejemplo, como Ciudadanos (Cs). No sé nada del futuro, en esto soy como el común de los mortales, pero si lo rige la pura lógica, el partido está llamado a desaparecer, y todo por la hibris o desmesura, esa fatalidad de los héroes griegos antiguos cegados por los éxitos continuos; el éxito de sus iniciativas más y más temerarias les convencía de que los dioses estaban con ellos, y que todo lo que hiciesen les saldría bien.
El sentido de Ciudadanos, desde que nació, era uno solo y muy claro: plantar cara al nacionalismo en general y al catalán en particular desde la defensa de la democracia y los valores consagrados en la Constitución; ese espacio estaba vacío, ese era un objetivo claro, neto, que diferenciaba a Cs de todos los demás partidos del espectro político español, de izquierdas o de derechas, que en este asunto se han comportado siempre con oportunismo, cuando no con cinismo. Por esa claridad, los catalanes le hicieron ganar las últimas elecciones regionales, aunque no pudiera gobernar. Desde esa victoria, lo coherente acaso hubiera sido seguir reforzándose en la línea que tan buenos resultados venía dándole.
Saltar del escenario regional al nacional era un movimiento dudoso, pero legítimo siempre que se mantuviera ese rumbo, ese objetivo que era su señal de identidad. Hasta la promoción o emigración de las figuras más relevantes del partido hacia el escenario político de la capital, desguarneciendo el campo de batalla que era su razón de ser, se hubiera podido comprender; lo que los votantes no han entendido, o han entendido demasiado bien, era el cambio de objetivo: ahora de lo que se trataba era de enfrentarse al socialismo negándole incluso la condición de constitucionalista, y de devorar a un PP supuestamente agonizante por los escándalos de corrupción. Así, Ciudadanos abandonaba su posición única en favor de un penoso papel vicario: se convirtió en otro partido de derechas, y la plaza ya estaba ocupada y disputada. Póngase a la cola. Desoyendo los consejos de su intelectualidad, confiando en sondeos y estadísticas y otras nigromancias de la conquista del poder en vez de en la coherencia, solito se metió en la trampa de metamorfosearse en una fuerza redundante.
El episodio en el Ayuntamiento de Barcelona, donde quedó claro que Rivera y su politburó preferían de alcalde al Tete Maragall que a Nada Colau por motivos misteriosos, por cálculos de laboratorio, confirmó con demasiada evidencia que Ciudadanos había pasado a ser otro partido cínico. Sus votantes les han abandonado, pero antes había sido Cs el que los abandonó a ellos.
¿Y ahora? Se ven muchos vasos que se caen al suelo y se rompen en pedazos, pero poquísimos que recompongan los pedazos rotos y vuelvan a subir del suelo a la mesa; el espacio que ocupaba Ciudadanos vuelve a estar vacío, y esto sí que es grave. Lamento no saber para qué sirve ya ese partido.