A estas horas sabíamos ya de sobras que los extremos a menudo se tocan y que, como decía Manuel Fraga Iribarne --autor primigenio de la célebre frase “la calle es mía”, precursora de la tan actual els carrers seran sempre nostres (“las calles serán siempre nuestras”)-- la política hace extraños compañeros de cama. No obstante, lo que llevamos vivido, oído, leído y visto estos últimos días en Cataluña supera con mucho todo lo que conocíamos al respecto.

Aunque a mí, a mi avanzada edad, ya casi nada me puede llegar a sorprender de verdad. En especial, después de todo lo que llevamos vivido y padecido desde hace ya cerca de diez años en Cataluña, durante estas últimas jornadas he constatado con enorme perplejidad la existencia de importantes coincidencias entre franquistas y secesionistas catalanes.

No deja de ser curioso comprobar cómo los nietos, biznietos y otros familiares del dictador Francisco Franco, así como muchos otros seguidores anónimos de aquel siniestro y criminal personaje de tan infausta memoria, lleguen al cinismo extremo de afirmar que la España actual no solo no es una democracia, sino que resulta ser nada más y nada menos que una dictadura. Y que esto mismo es lo que sostienen, con tanto o mayor cinismo, destacados dirigentes del movimiento independentista catalán, comenzando por el mismo presidente de la Generalitat, Quim Torra --que, por cierto, parece olvidar que por su cargo es el máximo representante del Estado en Cataluña, con lo cual viene a decirnos que es el representante legal de una dictadura--...

Que los nostálgicos de la dictadura franquista coincidan con los que llevan tantos años ensimismados en una ensoñación según la cual vivimos en una irreal Cataluña independiente y republicana, que estos dos bandos en apariencia tan distintos y distantes se permitan sostener que el Estado social y democrático de derecho, como por fortuna es España desde hace ya más ded 40 años, reconocido como tal por todos los organismos internacionales existentes, es simplemente una dictadura, demuestra que ambos bandos comparten un nivel de fanatismo extraordinario.

A la misma hora en que un personaje como Francis Franco Martínez-Bordiu, tan siniestro como su criminal abuelo, afirmaba en en el programa Al rojo vivo de La Sexta que la España actual es una dictadura, un personaje como August Gil Matamala, veterano abogado antifranquista e independentista, decía exactamente lo mismo. Sí: los extremos se tocan, la política hace extraños compañeros de cama… ¿De qué nos extrañamos? ¿Qué nos sorprende ahora? ¿No hubo siempre algo en común en todos los nacionalismos? ¿No coinciden todos ellos en aquella frase tan célebre de José Antonio Primo de Rivera --“una unidad de destino en lo universal”--, que el fundador de Falange aplicaba en exclusiva a España, pero que cualquier nacionalista aplicaría sin rubor a su propia nación? Todos los nacionalismos tienen este denominador común, que antepone su nación a cualquier otra consideración.

Para los familiares y seguidores del franquismo, su concepción de España ha sido, es y será siempre monolítica y sin fisura alguna, unitaria y uniforme, sin posibilidad ninguna de pluralidad, diversidad ni discrepancia de ninguna clase. Por ello consideran que la más mínima negación de esta concepción totalitaria es una dictadura. Lo mismo les sucede a los nacionalistas catalanes, que se han lanzado de forma tan inconsciente e irresponsable por la vía del secesionismo unilateral. Unos y otros representan la misma imagen del totalitarismo, de la negación de la mismísima esencia de lo que es y será siempre una democracia: el pluralismo, la diversidad, la confrontación de ideas, opiniones e intereses no solo variados sino con frecuencia enfrentados.

El nacionalismo catalán ha vivido, desde los mismos inicios de la Transición de la dictadura franquista a la democracia, partiendo de una extraña ensoñación, como si en Cataluña jamás hubiesen existido franquistas, como si la dictadura nacional-católica y fascista impuesta por los vencedores de la inicivil guerra civil hubiese sido la consecuencia de una especie de ocupación extranjera. No fue así, y los hechos lo demuestran con gran abundancia. Franquistas fueron, por ejemplo, tanto Francesc Cambó --uno de los principales financiadores del golpe de Estado contra la República, aunque luego se arrepintió de ello-- como el tarraconense Isidro Gomà Tomàs, cardenal-arzobispo de Toledo y primado de España, y el barcelonés Enrique Pla y Deniel, que sucedió a Gomá en el cargo tras haber sido obispo de Salamanca y habiendo sido ambos los autores principales de la tristemente célebre carta pastoral “Las dos ciudades”, con la que la Iglesia católica asumió como una nueva “Cruzada” aquel conflicto civil que tantas desgracias supuso para España entera, y en concreto para Cataluña.

Franquistas los hubo en Cataluña durante todo el franquismo, desde el inicio de la guerra civil e incluso hasta más allá de la restauración de la democracia, con importantes grupos violentos de extrema derecha que perpetraron toda clase de acciones criminales. Tal vez hubo muy pocos falangistas en los primeros años, hasta la irrupción de los advenedizos que se sumaron con entusiasmo al bando vencedor. Los hubo que lo hicieron desde el carlismo más ultramontano, y buena prueba de ello fue el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, aún hoy homenajeado en el monasterio que les dio nombre, en abierta conculcación de la vigente ley de Memoria Histórica. Los hubo también procedentes de la Lliga Catalanista que había tenido en Francesc Cambó a su máximo dirigente, como lo fue, entre tantos otros, Narcís de Carreras, que fue procurador en las Cortes de la dictadura además de presidente de La Caixa y del Barça. Los hubo como el primer alcalde franquista de Barcelona, Miquel Mateu, poderoso empresario que amplió su poderío económico durante la dictadura, como lo hicieron también muchos otros importantes empresarios catalanes, desde ministros de Franco como Demetrio Carceller, Pedro Cortina Mauri, Pedro Gual Villalbí o Laureano López Rodó, entre otros. Los hubo asimismo como otro célebre alcalde de Barcelona, José María de Porcioles, o el todavía mucho más célebre Juan Antonio Samaranch. Hubo tantos franquistas catalanes que en 1979, casi cuatro años después de la muerte del dictador, el 40% de los hasta entonces alcaldes franquistas de Cataluña concurrieron a las primeras elecciones municipales democráticas después de la guerra civil en las candidaturas de Convergència i Unió (CiU). Uno de aquellos exalcaldes franquistas reconvertidos al nacionalismo pujolista llegó incluso a ser, en alguna ausencia de Jordi Pujol del territorio de Cataluña y como consejero de Gobernación, presidente en funciones de la Generalitat. Fue Josep Gomis, que como alcalde y jefe local del Movimiento Nacional, así como por su condición de consejero nacional del Movimiento, el 20-N se trasladó a Madrid para velar y rendir homenaje al dictador.

¿Qué nos pueden extrañar las actuales coincidencias de opiniones entre unos nacionalistas y otros, entre los franquistas de siempre que sienten añoranza y nostalgia de la dictadura y los que, de un modo u otro, desearían imponer en Cataluña un régimen tan totalitario y represivo como el franquista, con la mera substitución del sujeto de “la unidad de destino en lo universal”, situando a Cataluña en el lugar donde José Antonio Primo de Rivera ponía a España?

¿Cómo nos sorprenden estas coincidencias cuando quien ahora por desgracia es el presidente de la Generalitat, Quim Torra, ha tenido y tiene como principales referentes políticos a individuos tan siniestros, de tanta estirpe fascista, etnicista, racista y xenófoba como los hermanos Miquel y Josep Badia, Daniel Cardona o Josep Dencàs?

Sí, los extremos se tocan, y la política a menudo hace extraños compañeros de cama.