Hasta el siglo XXI el plausible consuelo contra las diferencias sociales, cuando éstas no podían ser corregidas por la suerte o por la redistribución que hemos llamado “el Estado del bienestar” o por las dos cosas, era la muerte: ante todo conflicto en general, y ante la idea de que gracias a su mayor riqueza o poder el vecino goza de privilegios a los que uno no puede aspirar, era un relativo consuelo pensar que de todas maneras esas diferencias son pasajeras, pues al cabo de un lapso relativamente corto la muerte lo iguala todo, y para el resto del tiempo. Es la democracia pasiva, el igualitarismo por la parte baja de la tabla, por decirlo así. Expresada esta idea en el refrán español “dentro de cien años, todos calvos”.
Las religiones complejas, y entre ellas la católica, vinieron a reforzar ese (relativo) consuelo con la idea de que más allá de ella nos espera un juez severo pero recto que todo lo ve y que ajustaría cuentas con absoluta imparcialidad: para quien se haya portado bien en esta baja vida terrenal, el premio del cielo; para los malos, el castigo de las llamas del infierno. Así el consuelo relativo de la muerte pasó a ser absoluto con la Eternidad. Hablamos de unos tiempos, además, en que la vida en la tierra era en general muy laboriosa, objetivamente muy poco dulce, y bastante incierta y breve. Ni lavadoras ni chocolate, no se había ni inventado el cine y la literatura estaba en un estado balbuciente. No es de extrañar que para muchos la vida no valiese gran cosa, comparada con las formidables expectativas de ultratumba.
Estas convicciones daban consuelo, resignación y cierta estabilidad a las instituciones sociales. Casi todo se podía soportar con paciencia, siempre y cuando la muerte de todos fuera una cosa segura. Y si hay resurrección y juicio final, pues miel sobre hojuelas.
Ahora bien, ¿qué va a suceder cuando se puedan comprar 50, 60 o hasta 100 años más de vida gracias al desarrollo de las tecnologías y el avance de la física? Cuando la farmacopea proporcione esas pastillas, papillas o inyecciones, ese pacto eterno entre pobres y ricos, que solo muy de vez en cuando a lo largo de la historia se rompe en erupciones revolucionarias, será imposible. Será desesperante para los pobres la conciencia de que varias generaciones de su familia se van sucediendo al servicio de un solo amo y señor siempre joven. La envidia y el legítimo anhelo de equidad y de supervivencia provocarán pavorosas revoluciones. El refranero lo explica con una expresión brutal: “O follamos todos o la puta al río”.
Estarás, por ejemplo, en tu casa, impartiendo instrucciones a tu asistenta Nélida y comentándole de paso (mientras te bebes ese sofisticado y carísimo milkshake vitamínico con sabor a arándanos que te mantiene tan joven, ¡nadie diría que tienes 180 primaveras!) que hace siglo y medio conociste a su tatarabuela, que era una chica estupenda y muy trabajadora y aseada; que luego hacia el año 2500 conociste también a su abuela, pero era un poco desaliñada y tuviste que despedirla; pero luego contrataste a su madre, una gran mujer; pero que ella, Nélida, es sin comparación la mejor de la saga, la que mejor friega y plancha, etc, y cuando te fijas en la extraña expresión en la cara de Nélida, y por si le han molestado tus remembranzas sobre sus antepasadas, decides cambiar de tema. Y hablarle, por ejemplo, de lo ruidosas que eran las ciudades cuando los coches aún marchaban con aquellos ruidosos motores de explosión, pero también entonces la vida tenía cosas buenas, como por ejemplo... ella, Nélida, de repente te arrojará el bote de lejía a la cara y cuando estés retorciéndote de dolor en el suelo de la cocina, te dará de palos con la escoba hasta que te mueras.
El pasado día 17 de octubre la prestigiosa bióloga molecular María Blasco, directora del Centro Nacional Investigaciones Oncológicas de Madrid, publicó en Nature Communications los resultados de unos prometedores experimentos en laboratorio en los que se incorporaban células madre intervenidas en placas de Petri para alargar sus telómeros a unos ratones; los telómeros son unas terminaciones al final de los cromosomas que protegen el material neuronal y que al irse acortando con el paso del tiempo son los responsables de los diversos procesos de envejecimiento, desarrollo de cáncer y muerte de las células. Gracias a esta intervención, los ratoncitos del CNIO han alargado cerca de un 12% sus expectativas de vida. El siguiente paso es probar estos experimentos en cobayas humanas. Ya hace años decía Blasco que podríamos alargar la juventud, sin necesidad además de alteración genética. Estos resultados vienen a coincidir con algunos, menos publicados, que llevan a cabo con el plasma los laboratorios de Grifols, la gran empresa de productos sanguíneos, con el mismo objetivo: retrasar sustancialmente el envejecimiento celular.
Estamos cerca de hallar la fuente de la eterna juventud que pintaron Lucas Cranach y El Bosco, pero claro, es posible que no todos podrán acercarse a beber de su caño. Con los problemas que de esto se derivarán. Y también es posible que usted no alcance a verlo. ¡Ay, por los pelos!
Me temo que usted tendrá que resignarse a la inmortalidad de escasos minutos que imaginaba Buñuel. En sus memorias, tituladas Mi último suspiro, comentaba que después de muerto le gustaría poder levantarse cada 50 años de la tumba, dar un paseíto por ahí, leer un periódico para enterarse de qué había pasado durante su ausencia, y luego, tranquilamente, volver a la tumba. Planazo.