Santiago Abascal vive inmerso en el recuento de los 50 escaños que le conceden los sondeos más optimistas. Tanto, que rechazó cualquier presencia de Vox el pasado jueves en la exhumación, para evitar desplomes inesperados. Pero delante del televisor estaba a caerse un burro, cuando el helicóptero Puma se posó sobre el campo de tiro de la Casa Real, en Mingorrubio. La profanación era un hecho, nada menos que en aquellos pastos, donde los alabarderos de Isabel II engordaban a los ciervos de la Sierra de Zarzuela.
Para el búnker nostálgico, el relativismo de la Iglesia ha traicionado la memoria de su benefactor, al que Pío XII --el Papa antisemita-- le impuso la Suprema Orden de Cristo. Así lo ve el general de división Juan Chicharro Ortega, presidente de la Fundación Francisco Franco, un patronato con entronque paradójico en el catalanismo de campanario que dominó la era convergente. Juan Echevarría Puig, expresidente de Nissan y de Endesa, y buen amigo de Jordi Pujol, presidió durante media vida esta misma fundación, un cargo que poco después ocupó circunstancialmente su hijo, Alejandro Echevarría, cuñado de Joan Laporta y exmiembro de la directiva del FC Barcelona.
Hubo un tiempo en que los mejores atletas del Antiguo Régimen practicaban la lengua vernácula en la intimidad de los cenáculos nacionalistas y alternaban esa práctica de salón con el uso de porras eléctricas en la calle para detener a los levantiscos camaradas del rojerío. El siniestro Tribunal de Orden Público era la última ratio. Y nada que ver, ¡nada!, diga lo que diga el procés, con el garantista Tribunal Supremo de nuestros días, donde la pulcra Sala Segunda de Marchena, siempre atenta a la carga de la prueba, ha ninguneado olímpicamente a la estrafalaria Acusación Popular de Vox (Ortega Smith y Pedro Fernández). Por encima del Ebro, el frente nacional nunca desfalleció. Hay entronques que lo demuestran, como el núcleo Garicano-Ribó, o el más venal de los Molins-López Rodó, por no hablar de los vaivenes de Gual Villalbí, aquel ministro sin cartera, que desempeñó la secretaria general de Fomento del Trabajo Nacional, el mejor observatorio de la economía catalana, como lo definió el llorado Ernest Lluch.
Después de la exhumación, los muy cafeteros piensan que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, no quiere cerrar el filón político y ya prepara una segunda andanada: el desalojo de los restos de José Antonio Primo de Rivera, en su tumba de la Abadía benedictina de Cuelgamuros. Abascal ha prometido impedirlo y ¡voto a Bríos! que lo hará. El jefe de Vox es un esforzado del 23F neuronal, descendiente del dadaísmo enardecido, contra pariente, por lo menos, de Ezra Pound y émulo intelectual del cuñadísimo, Ramón Serrano Suñer. En su programa destaca suprimir las ayudas al cine y volver a la mili obligatoria. Se ha librado por los pelos de ser el centro de una película paródica de Berlanga (el último austro-húngaro), pero por lo visto, quiere vengar, por cuenta del puritanismo ramplón, la mala vida de chicos como Bardem y Alejandro Sanz.
Hace ya mucho que el empresario y mecenas, Folch Rusiñol, levantó en Paseo de Gracia un edificio modernista que fue sede del Círculo Ecuestre y que más tarde se convirtió en la jefatura del Movimiento. La fiebre de los bancos durante la autarquía desmontó los arabescos del inmueble, suprimió los zaguanes de madera e implantó en su fachada la marca regional de Hispano Americano, con un toque futurista importado de la Italia de Marinetti. Para entonces, Fèlix Millet i Maristany (el padre del taimado del Palau) era el presidente del Banco Popular y, en Madrid, su abogado era el joven Josep Benet, que después sería senador y sumo sacerdote del catalanismo de izquierdas durante la Transición. En la capital, ambos practicaron de tapadillo los parabienes de la prelatura, entonces latente, de Sanjosemaría. Pero Benet fue además el secretario de la Comisión Abad Oliva, en Montserrat, y apechugó con el rindan armas de los requetés del tercio de Nuestra Señora en la entronización en la basílica de la Virgen morena.
Aquel día de 1947, el Generalísimo, ahora exhumado, fue el invitado especial en Montserrat y entró en la basílica bajo palio. El nacional catolicismo del Régimen se confundía ante el altar con el resistencialismo nacionalista. Estaban todos: los voluntarios de correaje, José Garí (Banca Arnús-Garí), Darío Rumeu, barón de Viver, presidente del Hispano Colonial y alcalde e Barcelona o el metalúrgico Mateu i Pla, exalcalde y presidente de Fomento del Trabajo Nacional; los mediopensionistas, Luis Sedó, Portabella, Peris Mencheta o Godó; los futuros fundadores del Òmnium, Carulla y Cendrós, y el puente entre el franquismo y el catalanismo, Félix Escalas i Chamení, hombre fuerte del Urquijo, consejero de Maquinista y Carburos metálicos, pero sobre todo colaboracionista del alzamiento nacional, mecenas de las Juntas de Ofensiva (JONS) de Onésimo Redondo y de la Escuela de Flechas Navales de Barcelona, a la que, aquel gran catalanista joseantoniano regaló el mercante San Mus en prueba de agradecimiento al Régimen. ¡Habíamos ganado la guerra!, se retuerce en su tumba la editora Esther Tusquets.
Lo de los 50 escaños del Vox el 10N empezó en los comicios de abril, cuando Sánchez Dragó pronosticaba que serían 70. Dragó es el autor de un bildungsroman sobre Abascal, La España vertebrada, un libro-entrevista modelo, elaborado desde la incontinencia del “y yo más”, que siempre impone el conocido autor. Como el líder de Vox lleva pegada en la frente la confusión del simbolismo patrio, el maestro de Gárgoris y Habidis le explicó en público la diferencia que hay entre cruces gamadas: “Las esvásticas budistas e hinduistas son verticales y levógiras. La de los nazis es dextrógira”. ¿Estamos?
¿Sacará 50 diputados Abascal? Por lo visto, una vez eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser verdad.