León Felipe, que fue actor, boticario, gestor de hospitales, profesor y convicto confeso (por desfalco) antes de consagrarse como poeta, decía que la historia de la vida de cualquier hombre es una sucesión de cuentos, desde la cuna hasta el momento de la angustia final frente a la tumba. Es cierto: la existencia, salvo excepciones milagrosas, es un rosario de imposturas donde unos juegan (por interés) a creerse sus propias patrañas y sólo un grupo muy reducido de personas –la gente decente– se atreve a enfrentarse a la verdad, por amarga que ésta sea. En política abundan los primeros y escasean los segundos. Sólo así se explica la deriva hacia ninguna parte de la vida pública española, enredada con las obsesiones (y obstinaciones) del pasado y, en cambio, absolutamente ciega ante su presente, antesala de su futuro inmediato.
Mientras en el PSOE se felicitan por el hipotético rédito electoral que creen que obtendrán en noviembre tras culminar la exhumación de Franco, un patrimonio político dudoso porque para las generaciones nacidas a partir de los ochenta, por fortuna, la figura del dictador es irrelevante, las encuestas auguran un crecimiento de las derechas y en Barcelona prosigue el duelo entre legitimidades callejeras, con los cabestros de siempre incendiando las calles mientras los constitucionalistas desmienten en primera persona la tesis nacionalista del pueblo único catalán con una manifestación soberbia. No parece, sin embargo, que vaya a servir de mucho: el problema de los independentistas es con la realidad, no con el Estado, cuya excesiva generosidad es la única explicación de la locura que vive Cataluña.
El Gobierno (en funciones) sigue sin actuar con contundencia ante el giro violento del independentismo, mientras los socialistas nos venden la burra de que la alianza soberanista está fracturada y que la solución, una vez se conozca el resultado de las urnas, requiere abrir una mesa diálogo con ERC, a los que dibujan como los buenos de un cuento que nunca ha dejado de ser una maldita pesadilla. Por supuesto, se trata de un planteamiento falso: en el independentismo no hay buenos. Todos son dogmáticos. Juntos violaron la Constitución y juntos han vuelto retomar el mismo camino hace unas semanas en el Parlament.
¿De qué hay que dialogar con ellos? De la sentencia, desde luego, no: el fallo del Supremo, aunque discutible, sólo puede ser acatado. Hasta que esto no suceda –y no va a suceder– nada más hay que decir al respecto. En una democracia madura el cumplimiento de la ley no es un asunto negociable, sino una obligación. Pero, incluso en el supuesto de que este milagro se produjese, tampoco se adivina cuál es la materia exacta de negociación posible con el independentismo, que reclama ahora política en lugar de la ley (que han decidido no cumplir). El orden correcto de los factores es justo el contrario: es la ley (democrática) la que permite hacer política, no al revés.
Cada vez que los socialistas apelan a ERC como la cara amable del independentismo muere un gatito. Habría que recordarles lo que Pere Aragonés, el segundo de Torra en el Govern, dijo hace unos días en Madrid: “El autonomismo ha muerto y el camino de Cataluña hacia la independencia es irreversible”. Equivale más o menos a proclamar que la Constitución es papel mojado y que el resto de regiones nada tienen que opinar al respecto del modelo territorial de Estado. No es hacer política. Es instaurar la España asimétrica. Puede que Aragonés tenga razón en una cosa: el experimento autonómico ha fracasado, pero no por insuficiente, sino por ineficaz, costoso y corrupto. Sustituirlo por el federalismo infantil del PSOE no es ninguna salida. Es otro error temerario. Lo mismo que sentarse a hablar con un perfecto sordo que sólo disfruta oyéndose hablar a sí mismo hasta que le den la razón.