Si tuviera que decir qué es lo que más me gusta de Montreal, diría que es la sensación de estar en una gran ciudad norteamericana --moderna, cosmopolita, diversa-- que se mueve a ritmo relajado. El tráfico es fluido, los coches se detienen en cada paso de cebra, la gente no camina estresada, hay un carril bici estupendo, patinetes eléctricos por todas partes (sin que supongan una amenaza para nadie), y huele a marihuana en cada esquina. En Canadá, el cannabis es legal para uso medicinal y recreativo desde el año 2018.
Tampoco se ve ostentosa --por el centro apenas se ven tiendas y coches de lujo-- y parece muy concienciada con el medioambiente: en los bares te invitan a rellenar la botella con agua del grifo, hay una extensa red de bicicletas públicas patrocinadas por Nespresso (C’est Nespresso, c’est recyclable, reza el anuncio de la conocida marca de café, muy criticada por los ecologistas por la amenaza para el medio ambiente que suponen sus cápsulas de plástico o aluminio), se ven enchufes para recargar el coche eléctrico en casi cada calle, además de unos contenedores especiales para el compostaje de basura orgánica que no había visto en mi vida.
Colgados de las farolas, los pósters electorales muestran los rostros de los jóvenes candidatos del Partido Verde de Canadá, que en las elecciones generales del pasado 21 de octubre logró tres escaños en el Parlamento --una victoria que ellos consideran “histórica” en unos comicios marcados por el medio ambiente--. Tanto el Partido Liberal, liderado por el actual primer ministro, Justin Trudeau, como el Nuevo Partido Democrático (NDP), colocaron el cambio climático en el centro de su campaña electoral. Eso explica que la formación de Trudeau --ganador de las elecciones, a pesar de perder la mayoría parlamentaria-- no lograse ni un solo diputado en las provincias occidentales de Alberta y Saskatchewan, productoras de petróleo. En Québec, por su parte, se impusieron los nacionalistas, unidos bajo el paraguas del Bloc Quebecois. “Ambas tendencias --la alienación del Oeste y el nacionalismo quebequés-- eran igual de evidentes y preocupantes en 1972 que hoy (...); algunos apuntan que incluso es hoy más grave en el Oeste y, aunque nadie se lo toma muy en serio, ya se empieza a hablar de Wexit”, comentaba esta semana Adam Gopnik en The New Yorker.
Como en todas las ciudades guays del planeta, los habitantes de Montreal tienen que hacer frente a otro problema: la gentrificación. Un fenómeno que ha afectado a barrios como el Mile End, un enclave multicultural al norte de la ciudad, donde hoy se mezclan hipsters, judíos jasídicos e inmigrantes llegados del Este de Europa o Medio Oriente. Según leo en la prensa local, los precios de los alquileres en el barrio empezaron a subir hace unos años, poco después de que la conocida compañía francesa de videojuegos Ubisoft abriera aquí su sucursal canadiense. Ubisoft es la creadora de videojuegos muy populares como Prince of Persia, Assassin's Creed, Tom Clancy's, Far Cry, entre otros, y en Canadá emplea a más de 3.000 personas.
Las oficinas de Ubisoft se ubican en un antiguo edificio industrial de ladrillo rojo en la rue St-Viateur, la arteria principal del Mile End. Sobre las cinco de la tarde, las aceras de la rue St-Viateur se llenan de parejas de aspecto hipster que regresan a casa después de recoger a los niños en el cole, ellas en bicicleta, enfundadas en gabardinas largas y con cintas en el pelo, ellos luciendo sus cuidadas barbas y cogiendo a sus retoños de la mano. Ha llovido toda la mañana, pero la temperatura es agradable y los vecinos aprovechan para disfrutar de las últimas tardes de luz. En las terrazas se ve gente joven leyendo (¡libros!) en silencio o saboreando alguna cerveza local, mientras otros aprovechan para comprar la cena o hacerse con una bolsa de bagels recién salidos del horno en la St-Viateur Bagel Shop, la panadería más popular del barrio, fundada en 1952 por un inmigrante judío de Polonia que sobrevivió a Buchenwald. Hoy, la mayoría de los empleados de esta histórica panadería, de la que Leonard Cohen era cliente habitual, son de origen latino. Los oigo hablar en español mientras sacan del horno de leña bandejas llenas de este popular panecillo en forma de donut, llegado a América del Norte de la mano de los inmigrantes judíos del este de Europa. A diferencia de los de Nueva York, los bagels de Montreal --más finos y crujientes-- se cuecen en un horno de leña y la masa debe hervirse antes en agua endulzada con miel.
De vuelta a la calle, bagel calentito en mano, deambulo por las aceras arboladas del Mile End hasta llegar a Outremont, el barrio bien de la ciudad. Me adelantan un par de adolescentes jasídicos con sus largos tirabuzones pendulando de lado a lado, me cruzo con familias hipsters, programadores de Ubisoft y varias ardillas de color gris que corretean entre los cubos de basura. Y me siento una más.