La noche del miércoles, hacia las dos de la madrugada, me levantaba alarmado por el temor a que algo se estuviese quemando en casa. Falsa alarma: era el humo que entraba de la calle. Barcelona tiene un clima benigno que permite e incluso recomienda dormir con ventanas abiertas, al menos hasta ahora. Los incidentes estaban teóricamente lejos, aunque el zumbido de los helicópteros esté por todas partes. Sin embargo, a lo largo de la noche, fueron extendiéndose por el centro de la ciudad. Por la mañana, una llamada temprana formulaba una pregunta repetida desde diversos lugares de España: ¿Cómo lo ves? Respuesta sencilla: por la tele o streaming, hipnotizado ante imágenes alucinantes donde no están los silenciosos ni los silenciados. Una barricada ardiendo es siempre mucho más atractiva televisivamente. Pero ver, lo que se dice ver, aquí no se ve nada. No por el humo de las barricadas, sino por el desorden institucional que impregna todo.
Al día siguiente, fue vano el intento de tirar la basura: de seis contenedores solo quedaba milagrosamente uno. Las bolsas de basura se acumulan en el suelo. Una imagen que se repetía por todo el centro. Sólo falta que salgan las ratas a darse un festín. Tal vez pasemos a vivir en el “Mouseland” (Ratolandia) popularizado por el socialdemócrata canadiense Tommy Douglas, ese mundo de ratones gobernados alternativamente por gatos negros o blancos.
Barcelona era el sábado al mediodía una ciudad extraña, como abatida: escasa circulación, poca gente por las calles, múltiples espacios vacíos para aparcar y un ambiente enrarecido, de recelo, en el que cualquier ruido anómalo se mutaba en sobresalto y la alerta del porsiacaso. Por las arterias centrales de Paseo de Gracia y aledaños, caminaban básicamente foráneos obligados a echarse a la calle, tras haber fotografiado o filmado la noche anterior barricadas ardientes. En la confluencia de las calles Valencia y Pau Claris, una hoguera estuvo a punto de alcanzar un árbol, cerca de la fachada; llegaron dos vehículos de bomberos municipales, sus ocupantes descendieron, conversaron, miraron y se fueron por donde habían llegado: sería por ahorrar agua. La cosa no fue a mayores. La suerte fue el consuelo de los vecinos.
El impagable Quim Torra que preside nominalmente la Generalitat sin que sepamos si es presidente o bombero pirómano acabó dándonos la simplona explicación de que son actos producto de infiltrados y/o provocadores. Seguro que haberlos, haylos. Podíamos imaginarle cual Nerón contemplando el incendio de Roma mientras tañía la lira. En este caso, podría recrearse encaramado en el Tibidabo tocando la tenora. Abajo, una inmensa sardana alrededor de las fogatas. El emperador culpó a los cristianos, contra los que se desató una persecución implacable. Menos mal que a president no se le ocurrió culpar a agitadores españoles. Tampoco habría sido sorprendente, porque el independentismo es intrínsecamente bueno y ajeno a cualquier violencia.
El lunes por la mañana, cuando se conoció la sentencia del Tribunal Supremo, Barcelona era un gran claclaclá, tan característico de la ciudad por las maletas arrastradas por personas vienen y van. Ese sonido de las ruedas sobre losetas, adoquines o azulejos era más intenso: unos intentaban ir a la estación, otros al aeropuerto o simplemente a su casa. El centro aparecía ausente de tráfico y transporte, colapsado. Por la tarde, incluso desde cierta izquierda, cuando se estaban viendo imágenes de gente que caminaba por la autovía para coger un avión, se oía decir que no había violencia. Parece necesario abrir una reflexión sosegada sobre la violencia en estos tiempos. Dificultar la libre circulación de personas o mercancías, ocupar el aeropuerto y las vías del tren, sus accesos o las carreteras, ¿qué es? ¿Acaso un acto de cariño?
Quim Torra pide diálogo ahora. Probablemente tenga que hacerlo antes consigo mismo delante del espejo o en Montserrat mientras eleva sus plegarias. Después, hablar con su Gobierno, que se enteró de la propuesta de nuevo referéndum de autodeterminación en el pleno del Parlament. También tendrán que dialogar entre ellos los integrantes de ese Ejecutivo, atenazado por una guerra sin cuartel entre ERC y JxCat. Y, finalmente, platicar con el resto de formaciones parlamentarias. Lo ocurrido el sábado a Gabriel Rufián, obligado a abandonar cariacontecido una concentración entre gritos de “¡Botifler!” y “¡no nos representas!”, es indicativo de la pérdida de control de la situación. Será difícil volver a meter el duende en la botella, se fue de las manos.
Barcelona, y por extensión Cataluña, tiene una larga tradición libertaria. “¡A las barricadas!” fue el himno de la CNT: “Negras tormentas agitan los aires / nubes oscuras nos impiden ver, / aunque nos espere el dolor y la muerte, / contra el enemigo nos llama el deber”. Acaban de cumplirse 110 años de la Semana Trágica en que comandos anarquistas quemaron la ciudad: ardieron 21 iglesias y 40 conventos. Eran tiempos en que era ley la frase de Piotr Kropotkin “¡La única iglesia que ilumina es la que arde!”, que después popularizó Buenaventura Durruti en la Guerra Civil. Estamos lejos de aquellos hechos. Pero estos días hemos podido ver pintadas diversas, muchas de ellas de claro sesgo anarquista y antisistema. Se vio también adolescentes portando una pancartilla donde se leía: “No hacemos clase, hacemos historia”, toda una soflama futurista. Jóvenes universitarios formados en el victimismo y el verbo inflamado, en el “España nos roba”, en un ambiente de pérdida de referentes y liderazgos, quiebra y desprecio de la institucionalidad. Algo que se resume en la desobediencia civil e institucional que proclama y defiende Quim Torra y refrendó la mayoría independentista del Parlament. Tenemos para rato y nadie se atreve a hacer previsiones. Pero sobre el desasosiego es difícil construir algo. Y el temor se está corporeizando en muchos ciudadanos. Esos que no aparecen en las imágenes de las barricadas.