Tras siete noches (con sus días ciertos) de batalla campal en las calles de Barcelona, la ciudad que en algún momento de nuestra historia más reciente simbolizó lo mejor de la España mestiza, alternativa milagrosa a la rancia estampa castiza instaurada en el XIX, cualquiera con un mínimo sentido de la realidad --ese bien tan escaso en la Cataluña actual-- no puede sino concluir que lo que algunos llaman el conflicto, que en realidad es una guerra abierta entre la libertad y el totalitarismo, ha pasado a una nueva fase, más salvaje, descontrolada e incierta. La sentencia del Supremo, que no ha contentado ni a unos ni a otros, y que asombrosamente ha venido a dar por buena la ridícula tesis de defensa de los condenados –la rebelión de octubre de 2017 fue sólo un teatro para forzar una negociación con el Estado–, entierra la etapa precedente, marcada por los excesos del desafío consentido, e inaugura el tiempo de una guerra cuerpo a cuerpo, con barricadas, piedras, cargas policiales y el pulso (frontal) de la horda en contra de la democracia española, a todas luces imperfecta pero infinitamente preferible al Estado que ambiciona el independentismo, donde lo común es patrimonio de unos mientras el resto de catalanes (léase españoles) son extranjerizados en su propia tierra.
El espectáculo es dantesco y, al mismo tiempo, fascinante. El fuego siempre ha poseído cualidades hipnóticas, atávicas. Produce una sensación similar a contemplar el mar, al que nunca nos cansamos de mirar, hechizados por su rotundo sinsentido. Shakespeare escribió: “Hereje no es el que arde en la hoguera, hereje es el que la enciende”. Las sociedades modernas se caracterizan por la capacidad de generar convivencia entre los diferentes. En ellas cada uno conserva su propio espacio personal y, al mismo tiempo, comparte, si quiere, los símbolos colectivos. La pesadilla independentista es justo lo contrario: una distopía regresiva que ansía el retorno a un pasado inexistente como señuelo para construir una cárcel mental: sin barrotes, pero donde cualquier disidencia implica la muerte civil y, si llegase a triunfar esta revuelta, probablemente el exilio forzoso de aquellos que no quieren ser lo que la tribu alzada en armas quiere que sean.
El cuadro es apocalíptico. Se dice que los líderes independentistas han perdido el control de las masas. No está tan claro: da la impresión de que, agotada la vía de la rebelión institucional, lo que buscan ahora es que sean los gudaris de esquina quienes, desde el asfalto, a pedrada limpia, proclamen una república cuya moral implica el señalamiento, el hostigamiento y la intolerancia con el diferente. Es el gran momento esperado por sus ideólogos tras cuatro largas décadas de ingeniería social, inmersión lingüística y relativismo por parte de todos los gobiernos españoles, desde el que presidió Suárez al que ahora encabeza Sánchez. Barcelona arde, igual que la Roma de Nerón, mientras los turistas huyen o se hacen selfies y los encapuchados proyectan su odio cósmico hacia aquel que no les gusta con palos y adoquines. Importa muy poco que no tengan razón: esta lucha ya no es una cuestión política, y por tanto argumental, sino directamente violenta. De fuerza bruta.
Los grupos vandálicos que, con la disciplina de una milicia subversiva destrozan todos los días una ciudad que es de todos, no quieren razonar. Ni su educación ni su entorno los han dotado de instrumentos para hacerlo. Les inculcaron la fe ciega de los que creen estar haciendo historia con una petulancia cercana al ridículo. Incapaces de convivir con el que no es como ellos, encerrados en su burbuja identitaria de lugares comunes, lemas ingenuos y solidaridad selectiva, representan una forma contemporánea de totalitarismo incapaz de aceptar la libertad ajena. El Gobierno catalán, principal responsable de esta locura, está desaparecido, dislocado por las tensiones internas entre sus respectivas familias. El Estado, mientras tanto, nos vende conceptos como proporcionalidad y contención para disimular lo que es indecisión. Ningún país civilizado puede permitir que los totalitarios se hagan dueños de las calles. Ningún ciudadano catalán –sea o no nacionalista– tiene que soportar que la demencia de sus vecinos afecte a su integridad física. Sencillamente no es tolerable.
Topamos entonces ante una de las verdaderas raíces del problema: el independentismo, tras 40 años de catalanización, financiada con el dinero de todos (descontando, claro está, las comisiones pujolistas), sigue creyendo que nada de lo que hace tendrá coste porque, hasta la sentencia, no lo había tenido nunca. El fallo del Supremo, pese a las condenas, cuyo cumplimiento efectivo todos sabemos que no se va a producir, alimenta desde el poder judicial este viejo complejo que tiende a dibujar a los independentistas como meras almas descarriadas, en lugar de lo que son: militantes totalitarios. Por eso da por bueno el cuento de que sólo querían presionar al Estado mediante un teatro del absurdo.
No es verdad: la proclamación de la desconexión con España suponía dejar sin derechos de ciudadanía a la mayoría de la población de Cataluña, quedarse con los recursos sociales y despreciar la opinión del resto de españoles. Todo al mismo tiempo. Hubo un quebrantamiento (hasta televisivo) del orden constitucional, con independencia de que después la aplicación del artículo 155 destituyera al Govern de los necios.
El derecho a presionar es una infeliz invención de Marchena, cuyo comportamiento durante la vista fue tan ejemplar como asombrosa ha sido esta sentencia unánime, que parece diseñada en función de lo que pueda suceder en la corte de Estrasburgo. Entre hacer justicia y ser cuestionados por el alto tribunal europeo, los jueces del Supremo han elegido evitar lo segundo, sacrificando lo primero, como si lo que se juzgara al cabo fuera a la justicia española, en lugar de a unos condenados por sedición que, sabiendo lo que hacían, se aprovecharon de sus privilegios legales para burlar la ley que los amparaba.
Cataluña está atrapada entre una batasunización creciente y la infinita soberbia de sus élites, apoyadas por una izquierda española ciega, frívola y tibia ante el desafío moral que supone el prusés, donde se llama ideales a lo que son intereses espurios. El porvenir es una incógnita. Lo que ha dejado de serlo, y debería ser motivo de reflexión, es la razón última de esta guerra. El verdadero alimento del separatismo --en Cataluña, en Euskadi, en todos sitios-- no es el apoyo social de unas masas enfervorizadas y agresivas. Es --así ha sido durante cuatro décadas-- la generosidad del resto de España, que entregó el autogobierno a unas élites dogmáticas, les cedió el presupuesto y los resortes institucionales, comulgó con la imposición marcial del catalán en contra del castellano y se hizo la ciega y la sorda cuando los hechos evidenciaban que lo que los nacionalistas estaban sembrando --desde el primer día-- era esta tempestad de odio antiguo, ancestral, de caverna, en lugar de la tolerancia, el respeto y la libertad.
Cada piedra que lanzan los encapuchados contra la Policía, cada adoquín arrancado de las perfectas calles del Ensanche, cada coche incendiado, arde gracias a la gasolina de esta generosidad no correspondida y malgastada. Es hora de terminar con esta farsa. Al totalitarismo de aldea no se le combate practicando la equidistancia, ni equiparando a quienes respetan la ley con aquellos que quieren que las leyes se adapten a sus caprichos. Se le doblega recuperando el espacio de todos. Pensemos lo que pensemos. Y seamos quienes seamos.