El independentismo de coche oficial está sufriendo ya las consecuencias de su discurso engañoso entre la vanguardia más radical del movimiento, cabreada por las muchas palabras equívocas y vacías que les han dirigido, machaconamente, desde el Gobierno de la Generalitat. Desde el incumplimiento flagrante del supuesto mandato ineludible del 1-O a la promesa de no acatamiento de la sentencia, pasando por el “apretad, apretad” de Torra o la empatía de Budó con el intento de ocupación del aeropuerto, hay todo un memorial de agravios que ahora se expresa con rabia y fuego en las calles.
Oficialmente, la violencia ya está aquí, lo admitió el titular de Interior, Miquel Buch, altamente cuestionado por la acción de los Mossos en el intento de reprimir a los protagonistas de los altercados. Los exaltados son pocos comparados con los miles de manifestantes pacíficos, pero demasiados para continuar haciéndose el sueco ante las denuncias de su existencia. La consigna del oficialismo es ahora aislar a los violentos. Algo tarde. El Gobierno de Torra ha quedado atrapado por el doble lenguaje y la frivolidad institucional de quien no parece ser consciente de sus competencias y obligaciones. Y en cuanto se ha visto forzado a ejercerlas para evitar males mayores (la intervención de un Estado expectante o la pérdida del control del orden público) ha chocado de frente y con virulencia con sus excitados compañeros de viaje.
Estos exaltados son el resultado de su concertación para crear una ilusión frustrada. El Tribunal Supremo lo interpretó como sedición, forzando muy mucho el Código Penal a juicio de bastantes juristas; la sentencia es criticable y seguramente será impugnada, pero el engaño está registrado en las hemerotecas, incluso en la de TV3. El conseller Buch se esforzó en evitar la más mínima asociación entre la pequeña vanguardia de provocadores y la retaguardia mayoritaria y pacífica, pero hay un hilo perfectamente visible que conduce hasta la ilusión frustrada, lubricada con la indignación por una sentencia dura.
Los Mossos están sujetos a la revisión automática de sus actuaciones, muy criticadas por quienes en algún momento pensaron que la policía autonómica lideraría la desobediencia liberadora y ahora denuncia a sus agentes como represores. Buch no tiene pensado dimitir porque supone que los informes finales del despliegue le absolverán de mala praxis de sus pelotones. Ya se verá.
De momento, la entrada en escena del radicalismo ha tensado un poco más las relaciones internas de los partidos independentistas que en plena campaña electoral transitan de la duda a la desesperación a la hora de calificar en público la actuación de los Mossos, situados en el epicentro del terremoto originado en el TS. La CUP espera con los brazos abiertos a los disidentes del independentismo que vive del presupuesto autonómico.
La secreta esperanza de los atrapados en su propia trampa tejida a lo largo de meses de lenguaje artificioso sería una intervención precipitada del Gobierno de Madrid. Ésta les permitiría reunificar las posiciones entorno a la “intolerable represión del Estado”, olvidándose de polémica sobre el papel de los Mossos. Está por comprobar la capacidad de resistencia de Pedro Sánchez a la presión de PP y Ciudadanos para que desenfunde la Constitución de nuevo. Hay unos cuantos diputados en juego en la resolución de esta incógnita, además de la credibilidad del Gobierno en sus declaraciones de confianza a la actuación de los Mossos y su coordinación con el resto de fuerzas de seguridad.
La nueva consigna de aislar a los violentos promovida por el independentismo debería ser completada con la voluntad de aislar también a los incompetentes, aquellos que han convertido a la Generalitat en un órgano secesionista, dedicado en exclusiva a la agitación política, sin poder ofrecer a su enorme y confiada base electoral otra cosa que declaraciones periodísticas y resoluciones parlamentarias sin impacto práctico, aunque no fuesen anuladas por el Tribunal Constitucional. Al resto de catalanes no le ofrecen nada, salvo disgustos y agotamiento.