Una de las patologías --históricas-- más recurrentes de la política española, salvo escasos paréntesis puntuales, es la obsesión de mirar hacia atrás. Al pretérito. En ocasiones se debe al eterno --e interesado-- problema identitario, ese ritornello en forma de interrogación: ¿quiénes diablos somos? En otros casos es un pretexto útil para olvidarse de nuestro presente, imperfecto y desigual, amparándose en hechos sobre los que ahora vivimos no tuvimos jurisdicción alguna. El Gobierno en funciones de Sánchez I se dispone a desenterrar y trasladar al Pardo los restos de Franco, el último dictador de las Españas --porque sobre todas ellas ejerció su dominio sangriento, en connivencia directa con las élites territoriales del momento-- del Valle de los Caídos, ese monumento totalitario, tan inútil como pretencioso.
La medida va a ejecutarse con todos los parabienes legales --el Supremo en esto no ha sido tan veleta como con el fallo interruptus de los gastos hipotecarios; aquí la banca no está por medio-- y en aplicación de la legislación de Memoria Histórica. Nada, pues, que objetar a este respecto: la ley, si se ha aprobado democráticamente, debe prevalecer sobre cualquier otra consideración. Distinta es, sin embargo, la utilización política que el PSOE, que ha gobernado este país más de dos décadas intermitentes, ha hecho desde el primer día de esta cuestión, que lejos de reparar solo una afrenta –enterrar al golpista en un lugar preeminente, relegando a sus víctimas a las cunetas–, viene a demostrar que para los socialistas es electoralmente necesario, casi urgente, refugiarse en el populismo en lugar de mirar al presente.
De que Franco debe ser sacado de su mausoleo no cabe ninguna duda, ni legal ni moral, pero esto no significa que se deba digerir sin crítica la extraordinaria demagogia con la que el PSOE plantea (ahora, nunca antes) esta operación. ¿Por qué los socialistas aplican al caso de Franco la ley de Memoria Histórica y a Queipo de Llano, enterrado en la Macarena de Sevilla, no? Quien decidió enterrar al dictador donde yace fue el monarca emérito, su sucesor, previo acuerdo del último gobierno de la dictadura. La orden, redactada en la Zarzuela, no deja lugar a dudas: se firmó a las 16.00 horas del 22 de noviembre de 1975. En la rúbrica figura su autor: “Yo, el Rey”.
El dictador dejó de existir en 1975, pero la restauración monárquica, que los socialistas aceptaron, se produjo por su estricta voluntad mediante una reforma política limitada y sin que se produjera una verdadera ruptura con su herencia. Si de verdad se quisiera honrar a las víctimas de la dictadura sería más lógico, más de 40 años después, reformar también la Constitución, cocinada en los despachos del tardofranquismo, para someter de una vez por todas a juicio popular lo que en aquel momento no se quiso consultar con las urnas --el propio Suárez lo confesó en una entrevista, creyendo que no era grabado-- con el argumento de que el remedio era peor que la enfermedad.
Los verdaderos represaliados por la dictadura lucharon por una democracia plena. Sus hijos, y aquellos que les sobrevivieron, recibieron esta partitocracia personalista y corrupta donde cualquier jefecillo de partido actúa como un perfecto generalísimo y los diputados son meros empleados de partido, no representantes de los ciudadanos. Tenemos un sistema político que podemos calificar de tardodemocracia, practicante de un paternalismo que no es muy diferente al que profesaban los antiguos procuradores a Cortes, vestidos con sus inquietantes chaquetas blancas.
Que saquen a Franco de Cuelgamuros nos parece excelente, pero el PSOE, que paradójicamente va a terminar cumpliendo la última voluntad del dictador pensando que hace justamente lo contrario, no lo ha decidido por convicción democrática sino por interés propagandístico. Igual que Franco hizo al trasladar los restos de Primo de Rivera al Valle de los Caídos desde Alicante, donde fue fusilado, tras su primer sepelio en El Escorial. Convendría, una vez culminada la gesta, continuar el trabajo y diluir la herencia sociológica del franquismo entre nuestra clase política. No tanto por darle la razón --porque no la tienen-- a los nacionalistas, que aspiran a fundar en las autonomías sus propias dictaduras pías, hijas de razas imposibles porque todos somos igual de vulgares, sino porque España, sea lo que sea, necesita que sus dirigentes públicos dejen de jugar a las batallas de sus abuelos para enfrentarse a la guerra que afecta a sus hijos, que es este presente (sin esperanza) en el que vivimos casi todos. Menos ellos.