La repetición de las elecciones representa un enorme fracaso de nuestra política. La incapacidad de unos y otros para alcanzar un acuerdo es extraordinaria, especialmente si analizamos la composición del parlamento resultante del 28A. A diferencia de muchos países europeos, la representación de partidos antieuropeos o antisistema es muy minoritaria. La ciudadanía respondió a la última convocatoria electoral apostando por la moderación y el consenso, pero quienes debían gestionar ese resultado se han mostrado sorprendentemente incapaces y sectarios.
Se entiende la indignación ciudadana y el responsabilizar a uno u otro líder, cuando no a todos. Pero más allá de la indudable incapacidad, hay un elemento que ha resultado determinante en la imposibilidad por alcanzar un acuerdo parlamentario: el conflicto catalán. O, dicho de otra manera, ¿alguien duda de que sin dicho conflicto hoy tendríamos gobierno?
Entre unos a favor del referéndum de autodeterminación, otros por la articulación de una tercera vía, y otros entusiasmados con la aplicación del 155, un acuerdo generalizado resulta imposible. Además, estas formas tan diversas de entender cómo enfrentar la situación en Cataluña lleva años tensando las posiciones y limitando la capacidad de maniobra de los líderes políticos que, además, se hallan enzarzados en una pugna diabólica por la hegemonía de sus respectivos espacios, ya sea la derecha, la izquierda o, también, el independentismo en Cataluña. Convendría salir de posiciones radicales y empezar a proponer soluciones factibles y aceptables por una mayoría social.
Por ello, y dada la dinámica de fondo a favor de la moderación que parece consolidarse en Cataluña, más allá de las soflamas de los más radicales, la primera prioridad de la política española debería ser conducir la salida del conflicto a través de alguna fórmula intermedia. Una propuesta que pudiera ser aceptada por esa amplia mayoría de ciudadanos moderados que se dan, tanto en Cataluña como en el conjunto de España. Además, el embrollo catalán debería entenderse como manifestación de un problema que viene arrastrando de hace años la democracia española que, de una vez, debe abordar el indispensable ajuste y modernización de su modelo autonómico.
Pero todo ello se topa con un enorme problema, la incapacidad de la clase política española para sentarse, negociar y pactar. Y viene de lejos. Hace ya décadas de los lamentos de unos u otros cuando, ya fuera PSOE o PP, se alcanzaban acuerdos de estabilidad parlamentaria con los partidos nacionalistas, catalanes o vascos. Sin embargo, quienes se quejaban no asumían que los acuerdos con los nacionalistas eran consecuencia de la absoluta incapacidad de los grandes partidos por pactar entre ellos las grandes cuestiones.
Del conflicto catalán no saldremos mientras PSOE y PP no alcancen un acuerdo de mínimos que reconozca aquella parte, difícilmente discutible, del malestar de la sociedad catalana, al margen de las formas en que se ha expresado. Mientras tanto, el independentismo seguirá distorsionando y la política española seguirá acumulando fracasos. Y los ciudadanos iremos acudiendo a las urnas. O nos quedaremos en casa.