Los nacionalismos son corrientes étnico-políticas que históricamente, con más éxitos que fracasos, han inoculado el fanatismo tanto en individuos como en comunidades. La Iglesia católica y sus escisiones también han sido maestras en generar y en ocultar integristas que en muchas ocasiones han tomado el mando de la mismísima institución, tanto en el centro como en la periferia. Cuando nacionalismo e Iglesia coinciden hay que ponerse a resguardo, sea para combatirlos o para esperar que escampe.
En la historia de España ha habido muchos momentos en los que la alianza nación, dinastía y altar ha generado más desgracias que alegrías, cientos de miles de muertos son el testimonio más sangrante de ese desgraciado vínculo. No sería justo si solo recordásemos el siglo XIX con sus clérigos ultramontanos y sus cómplices carlistas. Antes de esa incivil centuria, la Iglesia se escondió tras la Inquisición para imponer violentamente sus dictados dogmáticos y sus disciplinas morales.
El Santo Oficio fue casi siempre una marca blanca de la Iglesia, aunque en bastantes ocasiones fuese moneda de cambio en conflictos tanto a nivel local, señorial como en la mismísima corte. Distinguir antes del siglo XIX, y aún después, entre poder civil y poder eclesiástico es harto difícil cuando no imposible, la confesionalización impregnó todo. De cualquier modo, las víctimas de la Inquisición deberían apuntarse al desagradable haber exclusivo de la Iglesia. No así las de la guerra civil del 36, donde la Iglesia también tuvo bajas, en menor cantidad pero igualmente condenables. Sobre su alianza con el dictador Franco está casi todo escrito y publicado, aunque a veces se olvide. La imagen de Franco bajo palio o los calurosos recibimientos en Montserrat, por ejemplo, resumen a la perfección la proclive complicidad del poder eclesiástico con la represión y con el uso excluyente de la nación de fieles, españoles todos.
Para Miguel de Unamuno era comprensible que el clero católico se pusiese “de parte del regionalismo y de toda clase de movimientos disgregadores”, aunque parezca una contradicción con el sentido del término católico (universal): “Se comprende, porque separando los pueblos unos de otros, dividiéndolos y debilitando o destruyendo las naciones, apenas queda poder internacional moderador más fuerte que la Iglesia”. Esa reflexión fue escrita en un determinado contexto de enfrentamientos europeos. Salvando las distancias, la certeza de que la Iglesia separa más que une parece incuestionable. El reciente y repetido comportamiento de la Abadía de Montserrat y de buena parte de la Iglesia catalana apunta en ese sentido.
¿Pero cómo explicar que otro sector muy selecto de fieles católicos catalanes haya optado por enfrentarse al nacionalcatalanismo y se empecine en invocar una añorada alianza trono y altar y se refiera a la unidad de la nación española como sagrada? Quizás la respuesta es que comparten con los separatistas el referido recurso ideológico que, a lo largo de los 2.000 años de existencia de la Iglesia, ha servido en momentos de duda o de confusión como rodillo disciplinante y clarificador: el fanatismo.
Decía el olvidado Juan Bautista Bergua, filósofo y librero, que “los audaces mienten, los simples de espíritu se tragan las mentiras, el tiempo convierte en ley o en tradición los dictados de la audacia y la explotación de la credulidad queda establecida y hasta santificada”. El integrismo católico anida en los nacionalismos, pero no para sumar sino para elevar su producto al cuadrado. Desenmascarar al nacionalcatolicismo es una tarea tan imprescindible como perentoria, se esconda entre las cuatro barras esteladas o tras las rojigualdas. Para cuestionar la metástasis nacionalista tan extendida, antes hay que dejar al descubierto el tumor del fanatismo religioso que ampara sus mentiras y engaños y, lo más peligroso, que comparte el mismo fin: el retorno a una sociedad confesional, fiel y disciplinada. Nacionalcatólicos --catalanistas o españolistas--, crean ustedes pero no molesten, no tomen el nombre de Cataluña o de España en vano.