En el otoño de 2007, tras un verano de temblores financieros, con la caída sintomática de bancos de inversión británicos y norteamericanos (Bear Stern o Northern Rock), la bolsa española marcaba un récord histórico de más de 15.900 puntos del Ibex 35. Entre aquel momento y el hundimiento de Lehman Brothers, en setiembre del año siguiente, el precio de los valores cotizados perdió un 45% de su capitalización. La economía española pasó a valer la mitad; no conviene olvidar que el mercado de valores expresa fielmente el precio al contado de los activos industriales y de las infraestructuras más importantes del país.
Las potencias del G-7 reaccionaron ante la peor crisis financiera de la historia: EEUU, Francia Alemania, Reino Unido, Italia y Holanda inyectaron liquidez a sus entidades financieras, el termómetro real de un parón en el sistema internacional de pagos, tras pincharse la burbuja de los activos tóxicos. España no se movió. Pero en el tercer y cuarto trimestre de 2008, se confirmó la caída sucesiva del PIB: el Instituto Nacional de Estadística (INE) declaró oficialmente la recesión. A finalizar el año, España tenía 45 cajas de ahorro (y 150 bancos). Un año más tarde, el número de cajas se había reducido a 17. La caída de las cajas supuso una catarata de cierres y liquidaciones, que empezaron por la venta masiva de los activos inmobiliarios y el cierre de sus carteras de seguros.
Los peores augurios se confirmaron en el mercado del ladrillo: entraron en barrena grandes cabeceras como Colonial, Habitat, Landscape o el ruidoso estallido de Martinsa-Fadesa. La inmovilidad, casus belli imputable de las administraciones y de los organismos supervisores, tuvo un protagonista especialmente nefasto: el Banco de España, cuyo gobernador Miguel Ángel Fernández Ordóñez expresó fielmente la huella de la inacción y de la práctica esquiva declarando, pese a todo, que el sector financiero español gozaba de buena salud. El alza espectacular de la morosidad provenía del mercado inmobiliario; las entidades optaron por intercambiar los créditos impagados por los activos ofrecidos en garantía. Los balances reflejaron un cambio artificial, pero no hacía falta ser un experto en contabilidad creativa para comprobar que las nuevas incorporaciones en el activo de las entidades eran gigantes con pies de barro.
Cataluña se convirtió en un campo de Marte, lleno de cientos de promotoras de vivienda quebradas con la mayoría de sus construcciones a medio levantar. Las nuevas viviendas no podían ni alquilarse y exigían encima una nueva inversión para completar la edificación. Caixa Catalunya, Caixa Girona, Caixa de Tarragona, Caixa de Manresa, Caixa Sabadell, Caixa de Manlleu, Caixa de Terassa o Caixa de Manlleu, es decir, todas las entidades de ahorro catalanas entraron en barrena. Todas menos La Caixa. Mucho antes de la crisis, la entidad qquiso curarse en salud, tratando de convertir la caja de ahorro en banco utilizando la ficha del Banco de Europa, recién comprado.
El entonces presidente de La Caixa, Josep Vilarasau Salat, adquirió la ficha del Banco de Europa, una pequeña entidad, propiedad de expresidente de la CEOE Carlos Ferer Salat. Los primos Salat, dos de los empresarios más influyentes del siglo XX, vieron frustrado su intento de bancarizar La Caixa por los inconvenientes que puso a la operación el entonces vicepresidente económico del Gobierno, Rodrigo Rato, así como por la oposición total del president de la Generalitat, Jordi Pujol, y de su delfín Artur Mas. Este último jugó un papel determinante años más tarde, cuando Isidro Fainé sustituyó a Vilarasau --el expresidente de Agbar Ricard Fornesa ocupó el cargo como paso intermedio-- en la presidencia de la entidad y materializó la conversión del grupo financiero en la actual Caixabank.
Entre los técnicos de la alta administración, el Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), la preocupación por el futuro de las cajas venía de lejos. Por su configuración mercantil, las cajas no eran sociedades anónimas y no podían acudir al mercado para obtener recursos propios a través de ampliaciones de capital. Este freno legal a su expansión natural había supuesto en Italia, algunos años antes, el fin del ahorro tradicional. Atrapadas en sus propios estatutos fundacionales, las cajas españolas no podían cumplir con los ratios de solvencia exigidos por el Banco de Pagos de Basilea. Además, en el caso de La Caixa, el intento de OPA de Gas Natural --la Caixa era su principal accionista-- sobre Endesa encendió las suspicacias que levantaba del poder económico catalán en el conjunto del sector financiero español. Las grandes entidades de ahorro, al no poder acudir a la bolsa para sus apelaciones al mercado de valores, se financiaban en el exterior, con especial éxito en los Road Shows de la City de Londres y en el mercado de Frankfurt. Esa fue la gota que colmó el vaso: las cajas de ahorro estaban sentenciadas. El fin del capitalismo corporativo en beneficio del mercado de valores y del interbancario aupado por los exitosos primeros años el euro, la moneda común, gustaba en las cancillerías de los dos grandes partidos, PP y PSOE. Así las cosas, la recta final de las entidades fue recorrida por el último Gobierno de Aznar y el primero de Rodríguez Zapatero.
La Caixa atravesó un camino complejo para convertirse en banco, pero lo hizo cumpliendo siempre con las exigencias de los organismos reguladores españoles y europeos. Su gran competidora, Caja Madrid, se convirtió en el núcleo de Bankia, en una operación culminada bajo la presidencia de Rodrigo Rato, tras su paso por la Gerencia del Fondo Monetario Internacional. En el germen de Bankia el balance de un camino emprendido por el malogrado Miguel Blesa en Caja Madrid expresa uno de los momentos más críticos de la corrupción de la política española, marcado por las acusaciones de la Fiscalía y los fallos de los tribunales.